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Biografía del autor

 

Enrique Laguerre siempre afirmó que había nacido, como consta en su acta de nacimiento, el 3 de mayo de 1906. Sin embargo, cinco meses antes de morir, el 8 de enero del 2005 dio a conocer el secreto de su doble aniversario:

Sucede que tengo dos fechas de nacimiento. La oficial es el 3 de mayo de 1906, que es lo que aparece en las biografías. Pero, en realidad, nací el 15 de julio de 1905 […] Esa es la fecha oficial porque antes los que vivíamos en el campo, nos inscribían fuera de tiempo; y mi diferencia es de ocho meses.
[<www.vocero.com/noticias.asp?s=Escenario&n=56753>, consultado el 30 de mayo de 2007].

Había guardado el secreto para no desmentir la información que circulaba sobre su persona desde que en 1935, con la publicación de La llamarada, se convirtiera en una figura pública. Y cuando en el 2005 se inició el año de su centenario, decidió llevarse el gato al agua y hacer público que era un año mayor de lo que se pensaba. Esta doble fecha para un nacimiento, la real y la oficial, es el producto de una época en que las comunicaciones eran muchísimo menos fluidas de lo que son hoy, y la forma más común de moverse en la Isla era a caballo, en carreta de bueyes o a pie. Y este es el mundo que el autor vive durante su niñez y recrea en sus primeras novelas.

Laguerre se cría en el Barrio Aceitunas de Moca junto a seis hermanos, en una casa de madera rodeada de mogotes y cerros de piedra caliza. Sus padres, Juan Nepomuceno Laguerre González (conocido como Zenón) y Anastasia Vélez Vargas, eran dueños de doscientas cuerdas de tierra donde se producía azúcar, café y frutos menores. Su abuela materna, Juana Vargas llega a Puerto Rico de Islas Canarias hacia 1880 y la paterna, Monserrate González, de Santo Domingo. Al parecer, sus abuelos vinieron de Nigeria o Senegal. El escritor crece justo en la frontera entre los cañaverales de los llanos costeros –que en ese momento le estaban ganando terreno a los cultivos de café– y las tradicionales haciendas cafetaleras de las montañas.

Es la primera persona de su barrio que estudia en el pueblo. Asistía a la escuela elemental de Arenales en Isabela, un barrio contiguo al de Aceitunas. E iba a pie.

Se llegaba por uno de aquellos caminos reales enfangados y solitarios.
Y como aún existían algunos temores, probablemente infundados, que provenían de las leyendas de los bandidos de caminos, casi siempre nos acompañaba un peón. A la escuela de Arenales entré hacia 1911, trece años después de la llegada de los norteamericanos aquí (Costa, p. 23).

Ese mundo anterior a su nacimiento es el que presenta en su cuarta novela –y primera de índole histórica– La resaca, donde se describe la vida en la Isla durante los últimos treinta años de la soberanía española y el inicio de la estadounidense. Como había sucedido con La llamarada, la Biblioteca de Autores Puertorriqueños la publica en 1949. Y su aparición coincide con otra importante coyuntura histórica: el paso de una economía agraria –de plantaciones cañeras y tabacaleras– a la industrialización del país.

El autor estudia en la escuela superior de Aguadilla con Carmen Gómez Tejera, quien también fue profesora suya de pedagogía en la Universidad de Puerto Rico. Allí llegaba

en carreta de bueyes. Salía de casa a la 1:30 de la madrugada para llegar a las 8:00 a Aguadilla. Eran 12 kilómetros.
[<www. vocero.com/noticias.asp?s=Escenario&n=56753>, consultado el 30 de mayo de 2007].

Y se quedaba en la casa de una tía espiritista que aparecerá en Infiernos privados (1986).

Al terminar su educación secundaria en 1924, empieza a trabajar de maestro rural. Tenía dieciocho años. Su primera escuela estaba ubicada en una vieja casa solariega que su propia abuela paterna había cedido para que los niños del barrio aprendieran a leer y a escribir. La casa-escuela se hallaba en el Sector Ranchera del Barrio Aceitunas. Poco más tarde, se traslada al Sector Centro del mismo Barrio; pero llegó el huracán San Felipe (1928), levantó la construcción de madera, y la metió entre dos montañas. En vista de ello Sotero Rodríguez, un campesino de la zona y un gran lector, donó su propia casa para que los niños pudieran proseguir sus estudios.

Como impartía clases de lunes a viernes, en 1926 comienza a viajar todos los sábados a Río Piedras, para tomar unos cursos de pedagogía en la Universidad que le darían el título de maestro rural. Ese verano publica su primera narración: “Por qué el pavo real perdió su dulce voz”, un cuento infantil que surge de un ejercicio para una clase que dictaba la profesora Carmen Gómez Tejera. En 1926 también publica sus primeros artículos en Puerto Rico Ilustrado, la revista dedicada a temas culturales de la cual más tarde surgiría el periódico El Mundo.

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 Roberto Fernández Valledor ha resumido muy acertadamente su ideario y cosmovisión: 1. Defiende la dignidad humana y el respeto a la vida; 2. Proclama la autenticidad del ser humano y la preeminencia del ser sobre el poseer; 3. Señala el compromiso solidario como fundamento de la convivencia humana; 4. Denuncia el auge de un materialismo desmedido en nuestra sociedad que va en detrimento de los valores del espíritu; 5. Afirma la identidad nacional puertorriqueña; 6. Exalta los valores de la puertorriqueñidad y el regreso a la tierra como una afirmación ontológica; 7. Busca desarrollar una conciencia ecológica, por lo que ha sido considerado el fundador de la conciencia ambientalista del país (Concepción, pp. 113-114); 8. Sintetiza el acontecer social, político e histórico de Puerto Rico, y denuncia los problemas existentes en la sociedad puertorriqueña de hoy; 9. Enfatiza el mestizaje racial y cultural de Puerto Rico e Hispanoamérica como fundamento de nuestra identidad individual y colectiva; 10. Concibe a las Antillas como una unidad y vincula a Puerto Rico a estas (pp. 61-62).

 Literatura e historia

 Una de las grandes preocupaciones de Laguerre fue lo que José Luis González llamaba la debilidad de nuestra memoria colectiva, es decir, el poco conocimiento que en Puerto Rico se tiene de la propia historia. Solía comentarlo tanto en sus conversaciones privadas, como en las entrevistas que concedía y en sus ensayos periodísticos. Entre el 18 de enero y el 1 de marzo del 2005, publica seis artículos en su culumna semanal de El Vocero titulados “Nuestra historia” donde explora las raíces del problema y presenta una serie de comentarios sobre su novelística y la historia del país. En el primero afirma:

Hay un peligroso desconocimiento de nuestra historia. Es realmente asombroso que no tengamos una conciencia más clara de nuestra vida colectiva.

Esta deficiencia no se ciñe al conocimiento histórico, sino también al geográfico. En el artículo del 25 de enero, narra una experiencia muy significativa:

En uno de mis primeros viajes a Santo Domingo, mientras limpiaba mis zapatos en una vieja plaza de la ciudad enfrente nuestro había una vieja ruina que resultó ser de la primera iglesia fundada por los españoles en la República Dominicana. Pregunté al limpiabotas y me dio detalles de la historia primigenia de la Hispaniola. Me impresionó mucho porque se trataba de un muchacho de las más humildes capas de la sociedad dominicana, quien estaba enterado de estos detalles de la historia de su país. En contraste con este suceso, si pregunto yo a un graduado de nuestras escuelas sobre la historia de Puerto Rico no voy a tener respuesta similar. Esto indica un desconocimiento grave de nuestra propia historia.

En vista del problema, del que tuvo conciencia muy pronto, en 1932 se hizo la promesa de dedicar toda su vida “de profesional y de escritor a dramatizar nuestra historia”. La literatura no era para él un simple modus vivendi, sino una obligación, un medio de presentar su visión del panorama social e histórico del país. En 1998 afirmaba:

Yo tengo una misión: escribo para que conozcamos nuestra propia identidad. He llegado a los 93 años como si no hubiera terminado nunca de conseguir una identidad para los puertorriqueños y me hubieran dado más vida para que lo lograra (Costa, p. 145).

Tenía además una clara idea del propósito de la escritura:

Cuando se escriben obras de creación lo que se intenta es dejar constancia de la presencia humana en este planeta (“En la corriente”).

En sus novelas recrea por tanto, de manera pormenorizada, la realidad histórica, económica, ecológica, social y cultural puertorriqueña en las regiones occidental, central y oriental de la Isla. La llamarada (1935) se desarrolla en las sabanas cañeras del noroeste; Solar Montoya (1941) en los cultivos cafetaleros del núcleo central de la cordillera y El 30 de febrero (1943), en Río Piedras y San Juan. La resentida (1944) se ubica en el oeste de la Isla y La resaca (1949) se inicia en el este, en la sierra de Luquillo, y se extiende por toda la geografía isleña. Esta exploración sistemática de la historia y la geografía nacional hace de él un testigo imprescindible y convierte su obra en un retrato íntegro, una crónica minuciosa de las dramáticas transformaciones que se han vivido en Puerto Rico a lo largo de los últimos cuatro siglos.

La historia que le interesaba a Laguerre no era la del procerato, sino lo que la nueva historiografía llama la historia material, la de la gente común. En el 2001, explicaba:

Yo tengo que empezar por conocer qué somos nosotros, de dónde venimos y presumiblemente hacia dónde nos dirigimos. Debo conocer la historia de mi país en su intimidad, no la historia de los nombres, sino la cotidiana, de día a día, que está haciendo la gente comúnmente en la calle. [<http://ciudadseva.com//textos/estudios/30voces/laguerre/laguerre.htm>, consultado el 30 de mayo de 2007].

Y esta historia la dramatiza, le añade levadura, en obras como La resaca o Proa libre sobre mar gruesa. Solía decir que a la historia hay que ponerle levadura, que se salga de los datos escuetos, de fechas, sucesos y se asocie con la gente, con la vida, que no cesa de fluir. El concepto de añadir levadura, “leudar” estaba muy emparentado con el de la leyenda. Ya a principios de los 50 comienza a formular dicha idea:

En todas partes del mundo, cuando se conoce la historia patria, se refuerza esta con interpretaciones más o menos legendarias o míticas. Los acontecimientos históricos, de por sí, carecen de interés popular. Se les pone interés cuando se les satura de leyenda (“Historia”, p. 138).

Al describir lo sucedido con la Casa Labadie, medio siglo después de su inclusión como Hacienda Palmares de la familia Moreau en La llamarada, comenta: 

veo la casa como un edificio histórico con levadura de leyenda, porque la ficción la convierte en mito. Es como cuando muere un gran hombre y los cuentos apagan la historia y comienza la leyenda. Pasa también con los lugares. Fue hacienda cafetalera, luego sembrado de caña y de piña. Pero, La llamarada le dio un halo de leyenda a esta casa. [<www.ortizal.com/moca.htm>, consultado el 30 de mayo de 2007].

Y esto es lo que sucede con el Yukiyú, el bandido Dolorito y los caminos en La resaca.

Aunque prácticamente vivió todo el siglo xx y los inicios del xxi, las densas intrigas, ritmos narrativos, y usos léxicos y retóricos de sus primeras novelas lo aproximan a los autores del siglo xix. En este sentido, la obra de Laguerre coincide con la del novelista canario BenitoPérez Galdós quien, en sus Episodios Nacionales, narró la vida íntima y la historia española. Las afinidades entre estos escritores no son pocas: ambos tenían una memoria portentosa y una gran capacidad de observación y de trabajo, viajaron intensamente por sus países, vieron la adaptación al teatro de algunas de sus novelas, tuvieron dificultades económicas, y al final de sus vidas, ambos perdieron la vista. Aunque nunca visitó la Isla, en 1885 Pérez Galdós fue además diputado por Puerto Rico en Madrid.

En el ámbito nacional, La resaca puede considerarse el antecedente de obras de temática histórica más o menos ficcionalizada como Seva de Luis López Nieves (1983) y Falsas crónicas del sur de Ana Lydia Vega (1991). Según Carlos Pabón, el proyecto de recuperación del pasado, la pasión de historia de estos autores, se expresa en el deseo de remendar la memoria rota proponiendo, mediante la ficción, una verdad alternativa a la que ha sido escamoteada por la historia oficial.

Vega, López Nieves y también Laguerre se inventan así un pasado, un origen verdadero que fundamente la existencia, en el presente, de una nacionalidad.

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 Contexto histórico, gestación y recepción crítica de la novela

 El autor comienza a concebir la novela en 1939, mientras trabajaba de maestro de español en la Escuela Superior de Fajardo.

Un día fui al Yunque de paseo y casi en la entrada, donde estaban los semilleros, vi unas ruinas. Pregunté y me contaron que eran de una antigua hacienda que había pertenecido a los masones (Costa, p. 74).

En efecto, desde 1869 se tiene constancia de masones activos en la región (López Giménez, pp. 41-44, 48-49). En la Gran Logia Soberana de Puerto Rico está documentada una Respetable Logia Luz de Luquillo (sin número) con sede en Luquillo, que fue disuelta el 26 de julio de 1885. Y hacia 1895 hay tres hermanos, Félix, Francisco y Rafael Rexach Dueño registrados en el Triángulo de Luquillo, que no pertenecían a ninguna Logia ni Capítulo.4 Es posible que en torno a ellos se gestara la historia que escuchó Laguerre, ya que en la familia Dueño había varios independentistas.

Las ruinas que había visitado el autor eran las de la hacienda Santa Catalina y se hallaban, como más tarde los semilleros, donde hoy está el centro de visitantes El Portal. Los hechos narrados arrancan, por tanto, de la realidad histórica: según explicó “aunque les cambié los nombres, los personajes existieron de verdad” (Costa, p. 73). La geografía donde se asienta la narración está firmemente anclada en la de la zona: un río (el Mameyes) que sirve de línea divisoria entre dos haciendas (o dos municipios, el de Luquillo y el de Río Grande) y un segundo río (La Mina) donde los personajes buscan oro y donde, en 1946, se establece una empresa francesa para explotar el mineral. Las fechas de su fundación coinciden con los años de redacción de la obra.

Y no se halla oro ni en la literatura ni en la realidad, pues el rendimiento fue tan inadecuado que de aquella iniciativa sólo queda un túnel excavado en una de las riberas del río La Mina, cerca de donde este se encuentra con la quebrada Juan Diego (Wadsworth, p. 481). 5

La gestación de La resaca coincide por tanto con el inicio de la modernización del país, es decir, con una época en la que se registran cambios socioeconómicos radicales muy parecidos a los que se están viviendo en China hoy. La Isla se industrializa rápidamente y su población deja de ser rural y agrícola –y según el autor, de estar compuesta por aldeanos más que por ciudadanos–, para entrar en el universo del progreso y la prosperidad. Desgraciadamente el bienestar no era para todos, pues la emigración a los Estados Unidos da un salto cuantitativo de los 18 000 de la década del treinta y los 151 000 de la del cuarenta, a 470 000 entre 1950 y 1960 (Ayala y Bernabe, p. 196). Con una población, para los años cincuenta, de 2 218 000 habitantes, esta cifra significa que prácticamente uno de cada cinco puertorriqueños se fue del país. Llegaba el progreso, pero la Isla se tenía que vaciar.

Conviene dar un paso atrás y echar una ojeada a lo que sucede en el plano político durante las primeras décadas de la centuria, a fin de comprender cómo se llega a esta situación. Tras el cambio de soberanía, con el Acta Jones de 1917 se concede la ciudadanía estadounidense a los puertorriqueños, a fin de afirmar el control de la Isla y bloquear cualquier giro hacia la independencia (Ayala y Bernabe, pp. 57-58). La Gran Depresión de 1929 (cuyos efectos el autor recrea en La llamarada) deja al país en unas condiciones sumamente críticas que se prolongan durante la década del 30, cuando se declaran varias huelgas generales, hay constantes protestas políticas y toma fuerza el Partido Nacionalista bajo su líder Pedro Albizu Campos. En 1938 también surge el Partido Popular Democrático dirigido por Luis Muñoz Marín, quien se propone reformar el país. En efecto, de defender una postura independentista, en su campaña política de 1940 Muñoz Marín pasa a proclamar que “el estatus no está en issue”, es decir, que votar por su partido sólo significaba apoyar cambios económicos y sociales inmediatos.

Por otra parte, en 1946 el gobierno estadounidense nombra por primera vez gobernador a un puertorriqueño: Jesús T. Piñeiro, y un año más tarde permite elecciones populares para este puesto, con lo que le confiere a la Isla cierta autonomía política. En 1948 Luis Muñoz Marín gana dichas elecciones con el Partido Popular y se propone luchar contra el monocultivo azucarero, el desempleo, el hambre y las pésimas condiciones de salud y vivienda de la población. Inicialmente el Estado aporta el capital con el que se crean fábricas de cristal, papel y cemento (para la construcción de las carreteras que debían conectar las bases militares estadounidenses), pero pronto se incentiva la inversión extranjera eximiendo del pago de contribuciones a las empresas que se radicaran en Puerto Rico, con lo que se inicia la operación Manos a la Obra (Ayala, p. 73).

Los programas de Fomento transforman rápidamente la estructura socioeconómica del país. Hacia 1952, ya hay cerca de 152 fábricas que producen bienes de consumo tales como calzado, tejidos, ropa, equipo eléctrico, brochas, flores artificiales, y otros artículos de plástico y metal (Ayala, p. 74). Más tarde se apoyan las petroquímicas y la industria farmacéutica. En esos años se fomenta asimismo el desarrollo de la construcción, la banca y el turismo, y crece la actividad comercial.

Según Laguerre, los cambios fueron radicales: se fue el tren, llegó la televisión, muchos puertorriqueños tuvieron que pelear en Corea y empieza la delincuencia en el país (Costa, p. 132).

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Breve repaso histórico

El siglo xix es uno de los más complejos de la historia del país. Es la época de las grandes inmigraciones europeas y africanas, el crecimiento del autonomismo, las conspiraciones separatistas y la entrada de las tropas estadounidenses en 1898. Se le ha llamado el “siglo liberal”, pero más que una constante democratizante, lo que dominó en España, sobre todo durante las primeras décadas, fue el intercambio de gobiernos ideológicamente contrapuestos. Al bienio liberal que inaugura la Constitución de 1812, sigue un período de monarquía absolutista con Fernando VII, luego vuelve en 1820 un gobierno constitucional; tres años más tarde se impone nuevamente el absolutismo y en 1834 triunfa otra vez el constitucionalismo. A pesar de esta inestabilidad en el gobierno central, la mayoría de los gobernadores enviados a la Isla se distinguieron por su carácter autoritario y represivo.

Aún más, se da la paradoja de que durante el sexenio liberal –que se instaura en España tras la revolución de 1868 y va a desembocar en la Primera República de 1875– llega a la Isla uno de los gobernadores más déspotas de su historia, José Laureano Sanz. Aunque durante tres siglos fueron vistas como colonias de importancia relativa, a raíz de las guerras de independencia hispanoamericanas de principios de siglo, Cuba y Puerto Rico se convierten en los últimos territorios que le quedaban a España y no se podían perder.

En el plano demográfico, se da un aumento constante de población –que pasa de 81 120 habitantes en 1782 a 810 394 en 1883–, lo que hace de Puerto Rico la isla más densamente poblada del Caribe (Lalinde Abadía, p. 92 y Cubano Iguina, p. 12). Junto a este crecimiento

poblacional, se registra un paulatino empobrecimiento socioeconómico que se agudiza a partir de 1850, fecha en que el país se convierte en uno de los diez mayores productores de azúcar del mundo. En efecto, cuando el consumo del azúcar se extiende de forma masiva a las clases trabajadoras de la revolución industrial, Puerto Rico se transforma en una de las Antillas de mayor importancia en el comercio y la economía del globo. Sin embargo, lejos de beneficiar al grueso de la población, este boom económico provoca el desposeimiento de millares de campesinos que se ven obligados a sobrevivir con sueldos de miseria (Scarano 1999, p. 84).

A medida que crece la agricultura comercial (primero de caña de azúcar y después de café), aumenta el hambre de la población trabajadora, pues se pasa de producir comida a producir los lujos que se consumen después de la comida: café, azúcar y tabaco (Picó 1998, p. 197).

No debe sorprendernos que en esos años se incrementen enfermedades endémicas –como la malaria, la bilharzia y el paludismo en la costa, y la anemia y la tuberculosis en el interior–; y se desencadenen epidemias mortíferas de viruela y cólera. El deterioro de las condiciones de vida se manifiesta asimismo en un marcado crecimiento de las tasas de mortalidad. Para la década de 1890 nacían anualmente alrededor de 43 personas por cada mil habitantes, pero la mortandad alcanzaba 30 por cada mil (Scarano 1993, p. 47). El año 1897 es especialmente crítico pues muere más gente de la que nace en San Juan, Quebradillas, Aguadilla y Fajardo (Picó 1998, p. 193).

Los gobernadores

El siglo xix, que habría que llamar el “siglo de los generales”, se inicia con la guerra española contra la invasión napoleónica y las guerras de independencia hispanoamericanas. En el segundo tercio del siglo, España se sume en una guerra civil (la carlista), con varios pronunciamientos militares y golpes de Estado. En este largo período, Puerto Rico es regido por 23 gobernadores españoles, casi todos militares, vinculados a los grupos conservadores del país. En los últimos 30 años de la centuria habrá 31 gobernadores, 7 solamente en 1898 (Coll y Toste, VIII, pp. 142-144). La estabilidad del gobierno evidentemente no era una prioridad.

Desde 1810 y 1825, la Isla se concibe como una plaza sitiada cuya importancia estratégica había que defender de las guerras por la independencia que se libraban en Norte, Centro y Suramérica. Como señala Scarano, en esos años se forja un pacto colonial entre España y la clase dirigente del país que combina cierto liberalismo económico (la facultad de comerciar con países amigos), con el más recio absolutismo político, es decir, la mano dura de los gobernadores para mantener el control social (1999, p. 93). Veamos media docena de ejemplos.

El primero es Miguel de la Torre, el incumbente que ocupó la gobernación del país por más tiempo (1822-37) y quien venía de ser derrotado por las fuerzas de Simón Bolívar en Venezuela. En 1825 el rey le concede facultades omnímodas, o plenos poderes, y ordena la disolución de la masonería (movimiento de ideología liberal y anticlerical que tenía muchos adeptos entre los revolucionarios hispanoamericanos), prohíbe la mención de la Constitución Española de 1812 y la crítica a las autoridades o al rey. En su Bando de Policía y Buen Gobierno, decreto con el cual cada gobernador inauguraba su gestión, proscribe además las reuniones nocturnas en tiendas, almacenes y cafés, así como el libre tránsito por las calles después de las diez de la noche. Se vivía en un verdadero estado de excepción. El gobernador siguiente, Miguel López Baños (1838-1841) no se queda atrás, pues en su Bando de Policía prohíbe hasta volar chiringas.

Juan de la Pezuela también gobierna de manera despótica de 1848 a 1851, cuando establece el régimen reglamentado para los jornaleros conocido como la Libreta, una modalidad de trabajo obligatorio que se instituye en beneficio de la clase propietaria y le garantiza mano de obra cuasi esclava. El Reglamento de Jornaleros Libres disponía que todos los varones de 16 años o más, sin profesión o capital, debían  matricularse como jornaleros y probar periódicamente a las autoridades que tenían un contrato de trabajo con algún propietario. El juez del pueblo les entregaba un cuaderno donde el patrono hacía anotaciones sobre el salario, las fechas de trabajo y la conducta del jornalero. Con la Libreta se deterioran los derechos de usufructo de los agregados, pues se obligaba a los jornaleros que no hubiesen arrendado terreno o hecho contratos de mozos de labor, a trasladarse a las zonas urbanas donde quedaban sometidos a la supervisión de las autoridades. Aquellos que no podían probar lo que el gobierno exigía, eran condenados a trabajos forzados en las obras públicas (Silén, pp. 110-113; Picó 1973, p. 67).

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El Grito de Lares

Aunque el separatismo era totalmente clandestino, desde 1864 comienza a circular en el país una proclama de Betances donde se presentan las quejas de los separatistas. El documento abre con una exposición de la situación:

¡Puertorriqueños! Por más de tres siglos nos ha estado oprimiendo el despotismo español, sin que hasta ahora ningún hijo del país se haya visto llamado a ocupar un puesto de distinción, sino, al revés, perseguidos, desterrados y arruinados cuantos se han atrevido a manifestar o decir algo por el bien de sus paisanos (Díaz Soler 1995, p. 455).

A finales de 1867, la vida en la colonia se vuelve muy difícil. En octubre el huracán San Narciso hace estragos en las zonas central y oriental del país, y en los meses siguientes varios temblores de tierra paralizan las actividades comerciales y administrativas. En lugar de rebajar los  impuestos (como habían recomendado, en la Junta Informativa de Madrid, Segundo Ruiz Belvis, José Julián Acosta, Francisco Mariano Quiñones y Jesús Zeno Correa), las autoridades decretan un alza de hasta 12% en los impuestos de la propiedad que recae, sobre todo, en los sectores populares (Moscoso 1997, p. 47). A aquellos que no pagaran, se les confiscaría una porción de su propiedad, la suficiente como para que al subastarse, se pudiera cubrir el monto de su deuda. Los impuestos eran desmedidos, pues en 1868 los puertorriqueños tributaban un promedio de 8 pesos anuales al fisco, mientras que en España sólo se pagaban 7 (Díaz Soler 1995, p. 505).

Los rumores de conjuras y conspiraciones circulaban por todas partes y el gobernador ordenó a Betances y a Segundo Ruiz Belvis que se presentaran ante las autoridades españolas, pero ambos escapan y se lanzan a la rebelión. Primero se trasladan clandestinamente a Nueva York y junto a José Francisco Basora institucionalizan el Comité Revolucionario de Puerto Rico, organismo de apoyo del Grito de Lares. El 16 de julio de 1867, el Comité emite un documento donde se explica por qué las reformas no llegan, y se incita a los puertorriqueños a la sublevación:

Debemos conspirar porque sin escuelas, sin colegios, ni más medios de instrucción que los que pueden proporcionarnos en el extranjero nuestros propios recursos, vemos a la juventud languidecer en medio de la común ignorancia […] Debemos, finalmente, conspirar, porque nada hay que esperar de España ni de su gobierno. Ellos no pueden darnos lo que no tienen (Suárez Díaz, p. 97).

En noviembre Betances se halla en Saint Thomas, donde redacta los Diez Mandamientos de los Hombres Libres. En esta proclama le exige a España la abolición de la esclavitud, la libertad de culto, de prensa, de palabra, de imprenta, de comercio, el derecho de reunión, el derecho de poseer armas y de elegir las propias autoridades y la inviolabilidad del ciudadano. El final de este importante documento de ideología liberal, es sumamente dramático:

Si España se siente capaz de darnos y nos da esos derechos y esas libertades, podrá entonces mandarnos un Capitán general, un gobernador...  de paja, que quemaremos en los días de Carnestolendas, en conmemoración de todos los Judas que hasta hoy nos han vendido.

Y seremos españoles.

Si no No.

Si no Puerto Riqueños –¡PACIENCIA!– os juro que seréis libres (Suárez Díaz, pp. 104-105).

Ruiz Belvis viaja a Valparaíso, a fin de solicitar el apoyo del gobierno chileno para la insurrección, pero muere sin lograr sus gestiones. A pesar de esta pérdida, Betances se establece en Santo Domingo, donde en enero de 1868 se organiza el Gobierno de la Revolución Puertorriqueña, es decir, el núcleo encargado de liderar la conquista de la independencia bajo el lema: Patria, Justicia, Libertad (Moscoso 1997, p. 48).

Como señala Fernando Picó, los rumores que habían llegado al gobernador tenían fundamento, pues ya había varias células revolucionarias en Mayagüez, Lares, Camuy y San Sebastián. Sus líderes principales, Manuel Rojas, Juan de Mata Torreforte, Matías Brugman, Manuel González y Mariana Bracetti, pertenecían a la burguesía criolla y eran dueños de pequeñas haciendas y pulperías. La revolución debía estallar en Camuy el 29 de septiembre, día de San Miguel, pues

era fiesta de los esclavos y se contaba con su participación. Pero una delación obliga a anticiparla, y la noche del 23 de septiembre unas 600 personas armadas de escopetas, revólveres y machetes entran en Lares y declaran la República de Puerto Rico. Entre los sublevados había combatientes de 27 pueblos de todas las clases sociales (Jiménez de Wagenheim, pp. 71-13).

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El azúcar

Como todos sabemos, el oro de Borinquen atrajo a los primeros conquistadores. En la zona del Yunque –espacio central de la obra– se extrae de las arenas de los ríos Mameyes, Espíritu Santo, Sabana, Prieto, Fajardo y Canóvanas (Wadsworth, p. 481). Muy pronto –hacia 1535– el mineral se agota y la caña de azúcar lo reemplaza como producto de exportación. Este primer ciclo azucarero (compartido con Cuba y Santo Domingo), que tuvo una vida azarosa y precaria, en el siglo xviii decae y es reemplazado por la ganadería, la agricultura de subsistencia y el contrabando. Este último cobra un papel fundamental ya que sólo estaba permitido comerciar en barcos españoles con los puertos de Sevilla y Cádiz.

Con tres poblaciones al iniciar el siglo xix –San Germán, Coamo, Arecibo–, y menos de los 44 883 habitantes que había hacia 1765, la Isla era prácticamente autosuficiente. La plaza militar de San Juan vivía totalmente aislada de la ruralía y dependía para su subsistencia del Situado Mexicano, una subvención que el gobierno español envía de 1586 a 1809 para sufragar los gastos de la administración y fortificación de la Capital. La ciudad de San Juan estaba situada con La Habana, Cartagena y Panamá, en uno de los ángulos de la defensa de las rutas marítimas españolas. Era una base militar para patrullar el Caribe y sus pertrechos llegaban de lejos: La Habana enviaba azúcar, dulces y cera; Santo Domingo, tabaco y carne de cerdo; la isla Margarita, sal y pescado seco, y España, carne salada y arroz.

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Los campesinos criollos

La mayoría de los puertorriqueños no poseía tierras propias. Los patrones iniciales de asentamiento en la montaña a principios del siglo xix habían favorecido el desarrollo del agrego informal. Parientes pobres, libertos e hijos de crianza que solicitaban acomodo, compartían la cosecha con los terratenientes en un sistema de estructura patriarcal y en una época en que la valoración de la tierra y la comercialización de la agricultura eran escasas. El hacendado les permitía a los agregados –o arrimados– levantar bohíos con tablas de palma de sierra y yaguas o les facilitaba casas techadas de zinc o cuartos en barracones.

Como en la Isla escaseaba la moneda fraccionaria, las relaciones laborales y comerciales se formulaban a base del crédito: en la tienda de la hacienda se le fiaban los alimentos al campesino a cambio de su trabajo.

Podía tratarse de su propia labor como jefe de la familia, o la de su esposa e hijos, tanto en la siembra y la cosecha, como en las tareas domésticas en la casa del hacendado. Esa relación que abarcaba y comprometía a todo el núcleo familiar –y que a veces se afincaba en el compadrazgo– a menudo asumía caracteres paternalistas que pretendían mitigar la injusticia de la situación (Picó 1998, p. 204). Es la idea del hacendado rodeado de sus agregados y jornaleros, como una familia feliz, que aún está viva en el imaginario puertorriqueño y reaparece cíclicamente en la época navideña.

Como señalamos, las condiciones de la mayoría trabajadora empeoran progresivamente durante la época del café, pues al perder sus parcelas, se deterioran su nutrición y su salud. En Las clases jornaleras de Puerto Rico de 1882, el historiador puertorriqueño Salvador Brau describe dicha alimentación:

un pedazo de abadejo 6 seco, un bollo o torta de harina de maíz cocida o asada, tres o cuatro malangas y una taza, más comúnmente un coco de café endulzado con miel, constituyen, por regla general, el cotidiano sustento de nuestros labriegos pobres […] Nutrición tan mezquina es claro que no puede contrapesar las influencias de un clima ardoroso y de una labor ímproba y constante; de aquí nace esa pobreza de sangre, esa falta de desarrollo muscular, ese aspecto macilento y enfermizo que tanto llama la atención a los europeos al llegar a estas playas…

Más adelante explica:

Las clases obreras de nuestro país carecen […] de instrucción adecuada a las faenas con que libran el sustento. El jornalero labrador ignora las teorías más rudimentarias de la ciencia agronómica […] Ni conocen la necesidad de los abonos, ni la clasificación de los terrenos, ni la utilidad del arbolado, ni la influencia mortal de los pantanos, ni la conveniencia del riego, ni la manera de centuplicar las fuerzas por medio de la mecánica... (pp. 160, 177-178).

Rafael María de Labra, el político español liberal y defensor de la autonomía de las Antillas, resume el lamentable atraso del país en sus discursos del 30 de mayo y 1 de junio de 1885 ante el Congreso de los Diputados:

Cruzada por sólo dos o tres carreteras que podían clasificarse como tales, con ausencia total de ellas en el interior y apenas veinte kilómetros de vías férreas, sin bancos, industrias ni circulación fiduciaria, el fomento insular era poco menos que imposible. Muchas poblaciones carecían de casas ayuntamientos, mataderos, mercados, acueductos, adecuada sanidad y escuelas. Las leyes arancelarias dificultaban las relaciones económicas con el extranjero, el municipio había perdido su preponderancia, la ley de imprenta era en extremo rigurosa y estrictamente aplicada, y la ley electoral estaba en franca pugna con el principio de representación. El presupuesto dedicado a la instrucción pública ascendía a 20,000 pesos, suma igual al sueldo del gobernador…
(Díaz Soler 1960, p. 42).

. . .

1898

No debe sorprendernos que cuando los norteamericanos desembarcaron en Puerto Rico, la población los recibiera como sus redentores.

Salvo para visionarios como Betances y Hostos que advierten a sus lectores de los peligros del expansionismo militar estadounidense, las tropas llegaban de un país industrial emergente que seducía por su prestigio como pueblo progresista. Frente al oscurantismo y anacronismo español, Estados Unidos representaba la gran república de la modernidad y la democracia.

Además, la operación militar se llevó a cabo en tres semanas y con un mínimo de incidentes entre los soldados y la población civil. Al ocupar las sedes municipales se substituía al alcalde, se proclamaba la autoridad militar y se reiteraba la aseveración del general Miles de que la guerra no era contra los puertorriqueños. Además el ejército pagaba con oro las provisiones y servicios para las tropas (Picó 1998, p. 228, Scarano 1993, p. 557).

Por ello, en Utuado se los recibe con guirnaldas y vítores; en Fajardo se aplaude el izamiento de la bandera estadounidense en la Casa Alcaldía; y en Cabo Rojo, es el propio alcalde el que cambia la bandera del pueblo. Según la versión periodística que prevaleció en los Estados Unidos –difundida por la Associated Press– los puertorriqueños acogieron con tanto entusiasmo a las tropas, que la contienda parecía un picnic (Picó 2004, pp. 65-78).

Para un criollo de la clase alta educado en Estados Unidos o Europa, la llegada de los norteamericanos conllevaba la posibilidad deescalar a una posición más destacada en la sociedad. Para los terratenientes, profesionales y artesanos significaba la apertura al gran mercado.

Y para un campesino o un obrero representaba la posibilidad de obtener ciertos derechos que le llevarían a una vida más digna. Según un tabacalero de Cayey

la invasión americana despertó grandes esperanzas en nuestros pechos. Pensamos que al pertenecer a una nación de tan poderosos instintos cambiaría la suerte del trabajador honesto (García 1985, p. 128).

En el periódico madrileño El País el 18 de octubre de 1898, se describen los últimos momentos de la dominación española:

Hoy a las doce se izó la bandera americana en el edificio de la antigua intendencia, como señal de que terminaba en Puerto Rico la soberanía española y comenzaba la de Estados Unidos de América. En medio de la Plaza principal había un destacamento de soldados para hacer los honores de ordenanza [...] Alrededor de la Plaza, en las aceras y en algunos balcones había poca gente presenciando seriamente la ceremonia del cambio de bandera. Después se fueron los soldados y se retiraron los curiosos, en medio del más imponente silencio (Picó 2004, p. 113).

Este silencio era el punto final de una campaña militar cuyas bajas se redujeron a 17 soldados españoles y 5 estadounidenses.

Las ediciones anteriores y la presente edición

La primera edición de La resaca sale en San Juan bajo el sello de la Biblioteca de Autores Puertorriqueños. Era el 1949. Esta prestigiosa editorial había publicado las tres novelas anteriores del autor y publicaría las dos siguientes. El Departamento de Instrucción Pública saca en 1967 la segunda edición de la obra y a partir de la tercera (en el mismo año), se encarga la Editorial Cultural de Río Piedras, que la ha seguido reimprimiendo hasta la decimosexta edición del 2005 (Monserrat Gámiz, p. 418). La novela aparece asimismo en el segundo volumen de las Obras Completas, publicadas por el Instituto de Cultura Puertorriqueña en 1974, y en el primero de la edición homenaje del 2005, auspiciada por el Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe, titulada Enrique A. Laguerre. Cien años de vida (1905-2005). Todas estas ediciones repiten, salvo retoques mínimos, la edición de 1949.

En este trabajo se reproduce el texto de la Biblioteca de Autores Puertorriqueños 7 por dos razones: 1. el manuscrito autógrafo de La resaca aparentemente se ha perdido; 2. de esta edición princeps arrancan todas las ediciones posteriores.

Mi objetivo al preparar esta edición anotada –proyecto que arranca de una petición personal que me hizo el propio Laguerre en la primavera del 2003– es contribuir a que esta importante novela de mediados del siglo pasado sea accesible para los estudiantes y maestros de hoy. Por ello en las notas me concentro en los elementos léxicos, históricos, fraseológicos y retóricos que pueden ayudar a esclarecerla.

Además, en las notas de tipo léxico, sacrifico la concisión al didactismo, y mientras unas veces aludo a los usos del término, otras, me detengo en sus sinónimos. En las definiciones no respeto los accidentes gramaticales de sustantivos y adjetivos, y utilizo el masculino singular; para los verbos empleo el infinitivo. Cuando no se identifica la fuente de la nota, las definiciones proceden del Diccionario de la Lengua de la Real Academia Española, consultado en la red (<www.rae.es>) entre el 2004 y 2007. Para los árboles, las plantas y las aves, además de los estudios lingüísticos consignados, utilizo Las aves de Puerto Rico de Virgilio Biaggi, Flora of Puerto Rico and adjacent islands: a systematic synopsis de Henri Alain Liogier y Luis M. Martorell y Common Trees of Puerto Rico and the Virgin Islands de Elbert Little y Frank Wadsworth; y las medidas se expresan en el sistema longitudinal estadounidense de pies y pulgadas.

Greenwich Village, Nueva York.

 

Notas

1. Doy las gracias al PSC de CUNY por el subsidio concedido para completar esta investigación, así como a Rafael Bernabe y Amílcar Tirado en la UPR, Jorge Matos en la Biblioteca del Centro de Estudios Puertorriqueños de Hunter College, y Elizabeth Crespo Kebler, César Ayala e Isaías Lerner en el triángulo San Juan, Los Ángeles, Nueva York.

4. No se deben confundir estos núcleos masónicos con la logia más antigua del país, la Estrella de Luquillo que se funda en 1867 en Bayamón. Agradezco al Honorable Bolívar Pérez Ríos, gran historiador, ex Gran Maestro y ex Gran Secretario de la Gran Logia Soberana de Puerto Rico, quien me ayudó a esclarecer la historia de la masonería en la Isla.

5. Doy las gracias a Frank Wadsworth e Isabel Colorado por la entrevista que en el verano del 2007 me ayudó a dilucidar este aspecto de la obra.

6.  abadejo: ‘bacalao’.

7.  Se han corregido sus pocas erratas y se han actualizado los criterios tipográficos.

Siguiendo las directrices de esta colección, el análisis propiamente literario se halla al final, así como los resúmenes, la sección de actividades de estudio, la bibliografía y los índices.

 

»Vea el Sumario de La resaca, edición anotada por Marithelma Costa.

 

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