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  • Acerca de la definición de Saudade
    Julia Calzadilla Núñez

La bibliografía sobre la saudade es extensísima y sobre ella podrían escribirse volúmenes enteros. Por su complejidad, un examen profundo de este tema exigiría, ante todo, el tiempo y el espacio necesarios para tratar debidamente cada uno de sus aspectos, de sus manifestaciones, de sus incidencias en la psiquis del hombre como ser humano individual y como ser social. Estos apuntes, que se limitan a acercar al lector al fenómeno de la saudade desde el punto de vista lingüístico, tratan de responder a la curiosidad despertada en muchas personas por ese término, presente en canciones, poemas y obras literarias que nos llegan de los diversos países de habla portuguesa.

A pesar de que el vocablo galaico-portugués saudade puede traducirse en español como “nostalgia”, “añoranza” o “morriña”, etcétera, su verdadero significado es mucho más abarcador. Este hecho, sin duda, ha provocado numerosas polémicas –en cuanto a la traducibilidad o intraducibilidad del término– entre los defensores y los detractores de la exclusiva “lusitaneidad” de dicha vivencia, sentimiento, emoción, cuya versión brasileña ha sido estudiada por varios autores como, por ejemplo, lo hizo Osvaldo Orico en 1940.

En ese sentido, en lo concerniente a la referida “intraducibilidad”, Manuel de Faria e Sousa (1590-1619), en su obra Lusíadas comentados (1639), menciona la discusión surgida en torno a la diferencia de matices existente entre la saudade portuguesa y la soledad española, y hace alusión al criterio sostenido por algunos de que, en castellano, no existe voz que defina con exactitud ese vocablo portugués.

Asimismo, según refiere João Ferreira en su artículo “La saudade, nueva dimensión psíquica del Hombre”, ya en el siglo XVI (…)”había en Portugal una secta ´pro-saudade´ que defendía no solo que esta es imposible de definir con vocablos de otras lenguas, sino que, además, la soledad castellana no entraña tantos misterios como la saudade portuguesa.”1

Por otra parte, muchos poetas lusitanos subrayaron ese criterio como, i.a., Afonso Lopes Vieira, Almeida Garrett y Teixeira de Pascoaes, este último uno de los fundadores del movimiento saudosista portugués, de indiscutible carácter filosófico-religioso, al que se hará referencia más adelante.

Derivada del latín solitate y transformada después en soedade, soidade, suidade y, finalmente, en saudade, este concepto define un sentimiento que puede ser –y de hecho lo es– experimentado por cualquier pueblo de cualquier latitud. Dicho de otra forma, el deseo de la cosa o criatura amada, vuelto doloroso por la ausencia; la sensación de abandono por parte del ser querido; la angustia por la falta de un bien ausente son, entre otros, estados anímicos universales relacionados con dicho significado. Ahora bien, lo que resulta innegable es que ninguna otra cultura, ningún otro pueblo elevó de manera consciente ese sentimiento a tales alturas filosóficas y psicológicas; incorporó esa idea de carencia, de dolor, de abandono a su quehacer existencial, a su lengua, a su música, a su literatura, a su arte. La “lusitaneidad”, entonces, consiste en el modo de interiorizar el enfrentamiento de una situación precaria actual con otra anterior, más querida y placentera; en asumir plena conciencia de ese sentirse solo, solitario, alejado del objeto amado pero, también, en el anhelo de recuperarlo, en la recreación constante del ansiado reencuentro. Todo junto, fusión y síntesis.

Es, como define el excelente Novo Diccionario da Lingua Portuguesa2: “1. recuerdo nostálgico y, al mismo tiempo, suave, de personas o cosas distantes o desaparecidas, acompañado del deseo de volver a verlas o poseerlas, nostalgia. 2. Pesar por la ausencia de alguien que nos es querido.”

Veamos algunos breves ejemplos:

– (…) “Saudade, /Tierno nombre que tan dulce suenas/ En los lusitanos labios” (…) (Almeida y Garret, Camões I, Lisboa, 1886-8),

– (…) --“Lleva este ramo, Pepita,/ De saudades portuguesas/ En flor nuestra, y tan bonita” (…) (Almeida Garret, Líricas, Lisboa, 1904).

– (…) “Luna de enero/ Fría claridad/ A su luz fue tal vez/ que primero/ La boca de un portugués/ Dijo la palabra saudade”. (Augusto Gil, Luar de Janeiro, Lisboa, 1920).

– (…) Nació, ya portuguesa, /Y portuguesa quedó,/ Fue poeta, con certeza, /Aquel que la inventó.” (Afonso Lopes Vieira, “el poeta-saudade”)3.

Así, al analizar la saudade como elemento esencial del pensar portugués y al mismo tiempo como elemento de cariz universal, João Ferreira expresa:

“Pero fue sobre todo Pascoaes quien emprendió la gran defensa de la lusitaneidad de la saudade, creando, conjuntamente con diversos colaboradores y mentores de la Renascença Portuguesa un auténtico movimiento saudosista en Portugal, cuyo órgano oficial fue el Àguia: ´Hay en el alma portuguesa un sentimiento que es solo de ella, resultante de la fusión armónica de las dos ramas étnicas aludidas [Ariano-semita]. Es un sentimiento nacido del casamiento del Paganismo greco-romano con el cristianismo judaico: la Saudade”. (1)4

Y Ferreira añade: “Tal insistencia y preferencia hizo surgir en Portugal un movimiento saudosista, y dicho movimiento muestra la persistencia entre nosotros de una conciencia saudosa. (…) [Entretanto] no es difícil comprender (…) una disposición atávica, social e histórica hacia el saudosismo en determinados pueblos, que crearon sus palabras para expresar sus sentimientos y vivencias fundamentales y las colorearon y cargaron de un sentido peculiar, que debe admitirse. Esto no impide en absoluto que el sentimiento saudoso tenga, teóricamente y de derecho, un cariz nítidamente universal. O sea, que toda la conciencia humana, capaz de sentir su condición solitaria con respecto a, puede experimentar la saudade. Y para expresarla, todas las lenguas pueden hacerlo, en caracteres latinos, eslavos, chinos o cuneiformes, lo que no sorprende porque las ideas son las que crean los términos y los términos se ajustan a las ideas. He ahí la razón por la cual, en lo que a nosotros se refiere, el poder universal humano de sentir saudade en nada impide que poderosas razones ambientales, geográficas, sociales y mentales, creen un clima favorable para que una vivencia humana se exprese más explícitamente en una tierra que en otra.”.

A lo largo de su enjundioso artículo, João Ferreira examina a fondo el sentimiento saudoso: su contenido formal, las diversas interpretaciones de este fenómeno y los elementos característicos de la saudade, donde la carencia y la ausencia desempeñan un papel determinante: “Son todos los objetos que pueden ser sujetos de pasión y de afecto: todos los que fueron testigos del afecto personal e individual, y que de algún modo están ligados a la emoción, a la memoria, a la inteligencia, y en los cuales se fijó la atención de alguien. La casita natal, la cuna, el rinconcito donde se jugaba, el jardín que se cuidaba, los juguetes, el río de la tierra natal, el valle, la montaña íngreme y desnuda (….), los cuidados maternos, las amistades de la infancia, los amoríos de la adolescencia, los viejos tiempos pasados y los espacios poseídos, las cantigas populares que tarareábamos y otras situaciones y circunstancias vinculadas con nuestro pasado y con nuestra persona (…)”.

Como dije antes, fusión y síntesis donde el tiempo actúa como el detonante de la memoria que, en una mezcla de elementos subjetivos y extra-subjetivos, hace revivir el pasado y la esperanza en el futuro. Ferreira lo afirma: “Es un fenómeno de la temporalidad humana, y terminará exactamente en el momento en que se haga realidad la posesión del objeto por el cual se siente saudade.” En dos palabras, espera y esperanza.

Como excepcional colofón de estas reflexiones, cito a Fernando Pessoa, quien bajo sus heterónimos de Alberto Caeiro, Ricardo Reis y Alvaro Campos enfrentó a pecho descubierto el sentimiento saudoso, esa añoranza coyuntural y existencial experimentada de diversas maneras en dependencia de su deliberada despersonalización, definida así por él mismo. Por Fernando Pessoa, el poeta y el hombre raigalmente solitarios que, sin cortapisa, supo sentir nostalgia, melancolía, morriña, tristeza, ese “gorrión” que el habla popular cubana supo captar y plasmar en sus diversas dimensiones. Fernando Pessoa, el poeta portugués que llegó incluso a sentir nostalgia de la nostalgia misma.

(…) “SAUDADE ETERNA, ¡qué poco duras!”5 –escribió consciente de lo efímero de la existencia en el plano terrenal, hambriento de la perennidad en planos superiores y decidido –como William Faulkner– a apostar por la pena en contra de la nada.

Y como traductora y escritora conocedora del alma portuguesa6, de esa saudade implícita o explícita que permea todas las manifestaciones de su cultura –tal como el fado, fatum, hado lo manifiesta de modo desgarrador y esperanzador a la vez–, una rigurosa versión de la saudade hacia otro idioma en un único término que englobe toda la gama de matices que posee, no haría justicia, precisamente, al alma portuguesa. Es sí, apretadamente como hemos visto, nostalgia, melancolía, añoranza, tristeza, morriña, todo ello con un toque de esperanza. Pero es más que eso. Es todo eso fundido en un singular crisol sentido, vivenciado –y valga la redundancia– de manera singular, porque cada pueblo tiene su alma propia, tremendamente propia en calidad de aporte al mosaico universal. Por ello, al leer saudade, al asimilarla, al traducirla, es indispensable aprehender y definir la amplitud y la hondura de su concepto, aclarar que un único vocablo foráneo para trasladarla a otra lengua constituiría una aproximación necesaria para una comprensión elemental, pero que sería siempre parcial e incompleta en comparación con su alcance, y que el intento de encerrarla, de limitarla y reducirla de ese modo, sería “dar una idea” de una idea, crear un continente menor que el contenido; un guante más estrecho que la mano. Como ocurriría con otros conceptos propios de nuestras culturas a nivel planetario, con el alma musical del blues, por ejemplo, mucho, muchísimo más allá de la tristeza.

NOTAS

1. En: Revista Miscelânea de Estudos No. 9, 1963, Biblioteca-Museu Joaquim de Carvalho, Figueira da Foz, Portugal.

2. Aurélio Buarque de Holanda Ferreira, Editora Nova Fronteira, S.A., Rio de Janeiro, 1975.

3. En: João Ferreira, Op cit. Traducción de la autora.

4. Ibid. Teixeira de Pascoaes, O Espírito Lusitano, Porto, 1912.

5. “El Contra-Símbolo”, En: Fernando Pessoa, Poesías Coligidas, Cuadras ao Gosto Popular, Novas Poesias Inéditas, 4ta, edição, Editora Nova Fronteira, S.A., Rio de Janeiro, 1981.

6. Cuentos Tradicionales Portugueses, Editorial Arte y Literatura, Ciudad de La Habana, 1985. (Selección, Traducción y Prólogo de Julia Calzadilla Núñez).

BIBLIOGRAFIA

Dicionário da Lingua Portuguesa, Aurelio Buarque de Holanda Ferreira, Editora Nova Fronteira S.A., Rio de Janeiro, 1975.

Cuentos Tradicionales Portugueses, Editorial Arte y Literatura, Ciudad de La Habana, 1985 (Selección, traducción y prólogo de Julia Calzadilla Núñez).

“O contra-símbolo”. En: Fernando Pessoa, Poesias Coligidas, Cuadras do Gosto Popular, Novas poesias inéditas, 4ª edição, Editora Nova Fronteira S.A., Rio de Janeiro, 1981.

Revista Miscelânea de Estudos No. 9, 1963, Biblioteca-Museu Joaquim de Carvalho, Figueira da Foz, Portugal.

 

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Debo confesar que al terminar una segunda lectura de La resaca, en la edición crítica que Marithelma Costa ha preparado admirablemente para Plaza Mayor, me encontraba perplejo en cuanto a cuál derrotero seguir, qué enfoque tomar frente a una novela que me había causado bastante desazón.  Lo que leí de la crítica puertorriqueña no me satisfizo, ya que divergía radicalmente de mi propia lectura del texto. 

En su análisis de la novela, Costa cita el comentario más acertado sobre la misma, el de Concha Meléndez, quien define el tema central como “la derrota de las  ansias revolucionarias de los patriotas puertorriqueños en las “aguas muertas” de la indiferencia, el egoísmo y la abulia.  El título, La resaca, es una definición simbólica del tema: en la novela, el (549) retroceso de la idea revolucionaria, la persecución y captura de los rebeldes y la muerte del protagonista en el río subterráneo del neblinoso Yukiyú, son la resaca desoladora . . .” (548-549). Meléndez define algunas de las causas de mi desazón.

Otros críticos han preferido aportar comentarios más positivos a tono con la puertorriqueñísima premisa crítica de que “si no puedes decir nada bueno, no digas nada”. José Juan Beauchamp la llama “novela de la tierra” (88). Luis O. Zayas “quijotiza” al protagonista, lo tilda de “auténtico revolucionario dentro del contexto nacional” (226) y de “héroe”, dándole a su madre, la trastornada Lina, el concomitante título de “heroína” (205).  También señala, como recoge Costa en su valoración de la novela que sigue al texto,  que “el protagonista repite aquí la gesta mítica de la historia puertorriqueña . . . arrancando del mito fundacional–representado por la leyenda de Uroayán–y condensándolo en las hazañas de su héroe” (549).  Cabe preguntarse si Puerto Rico tiene una verdadera gesta histórica, qué mitos la sustentan, o si tal gesta es una construcción cultural para justificar el fracaso del proyecto fundacional.

Mi propio análisis me llevó a descartar el concepto de romance fundacional propuesto por Doris Sommer. En La resaca las relaciones eróticas tanto como  la reproducción salen mal paradas.  No hay copulación satisfactoria en toda la narración; con dos excepciones, lo que existe es el maltrato, el abandono y la violación de esposas y concubinas bajo la férula de un rígido sistema patriarcal que incluye tanto a insulares como a peninsulares.  Las hembras de los jíbaros le pertenecen a los amos (253; 269; 456); las hijas de los amos le pertenecen al padre (264-65)  Uno de los puntales temáticos consiste en la mortandad de niños y adolescentes.  Dolorito, en su infancia, está a punto de morir dos veces (101;103) El proletariado pierde infantes a diestra y siniestra por inanición o enfermedades.  Los hijos de las clases altas no están exentos: Lorenzo Quiroga muere a manos de su rival en amores (263); Lope, producto de la violación de Rosario, una criolla, por Gil Borges, un español, muere a manos del propio Dolorito (496-97). El mismo Dolorito sufre un proceso constante de regresión. Cada vez que confronta la muerte de un niño o de un adolescente, quisiera ser él quien hubiera muerto (377) lo cual constituye una negación del proyecto fundacional. En cuanto a las mujeres, Lina, la madre de Dolorito, sufre de monomanía religiosa (116); Lucía sufre crisis nerviosas (262) y se convierte en la esclava de su marido; Rosario empuja a su vástago a un cuasi incesto y es la causa indirecta de su muerte (488).  Y para colmo, Dolorito jamás se reproduce (272).  No puede asumir un rol fundacional.

Dolorito en sí es un “bandido” sumamente conflictivo.  Su nombre es más apto para un cotorro que para un héroe.  Su madre, y por extensión toda maternidad–es prominente el tema de la virgen de Hormigueros (156, 465-75)--, constituye su obsesión, al modelo Freudiano (410). El pozo, cuya presencia lo persigue, las aguas que lo amenazan constantemente, pueden ser muy bien una versión del útero materno. Don Cristo, la versión masculina de su madre,  sufre de inapetencia y abulia (174). Su padre es también abúlico, alcohólico y depresivo (114) La abulia, por definición, es la incapacidad para ejercer la voluntad, marcador de inferioridad degenerativa en el discurso finisecular decimonónico (Smith 103). Su abuelo materno–cuyo nombre él adopta–es un suicida (110).

Dolorito salva esclavas (97) y pajaritos(102), roba pulperías y haciendas–siempre que pertenezcan a insulares(352, 379)–casa jibaritas preñadas con los blanquitos que las han seducido(426); libera presos–siempre que sean puertorriqueños(343)–pero muestra una y otra vez una asombrosa falta de estrategia para mantenerse libre (442) o atacar al enemigo, a quien cuando captura deja libre porque su moralidad le impide la violencia asesina (342, 396, 402-03).  Comete dos homicidios en toda la novela: Lope, un criollo mestizo, y su archi-enemigo español, Balbino Pasamonte–pero resulta que ya los americanos han invadido.  Y finalmente, muere dos muertes: el nuevo enemigo, que para colmo es un tejano, lo abalea, y su amada montaña mítica, el Yukiyú, se lo traga.  Va a parar al pozo que ha temido desde su infancia.  Dolorito no corresponde al bandido que pasa a caudillo que pasa a hombre de estado como describe Juan Pablo Deboves en su magistral estudio sobre el bandidaje y desarrollo nacional en la literatura latinoamericana. No es suficientemente violento.

El final de la novela anula su tan mentado contenido mítico.  La repetición del gesto histórico no resulta en un movimiento hacia el futuro.  La creación de la leyenda de Dolorito no anula la progresión hacia el pozo  no de un individuo sino de todo un territorio que no ha logrado constituirse en nación, dada la falta de voluntad y la pasividad acomodaticia de sus habitantes (509).  Naturalismo, determinismo histórico e individual.

Ya para este momento de mi lectura, La resaca me recordaba dos fuentes que ningún crítico había cubierto: el concepto de race, moment, milieu que forma las bases del naturalismo, y el estudio de Michael Aronna, Pueblos enfermos.  Aronna analiza el discurso de la enfermedad que surge de las teorías de degeneración propagadas por Max Nordau y Gustave Le Bon en las postrimerías del siglo xix, y se recoge en pensadores latino-americanos y españoles tales como Ángel Ganivet, Enrique Rodó, Alcides Arguedas, y Carlos Octavio Bunge. El escritor más cercano a estos teóricos en Puerto Rico, con bastantes salvedades,  ha sido Antonio Pedreira. Josefina Rivera de Álvarez lo considera “el maestro”  de Laguerre (II: 817), y el propio escritor narra el rol crucial que Pedreira jugó en la publicación de La llamarada, su primera novela (1935) como editor y reseñador (Costa, 61), hermanándola con clásicos como Doña Bárbara, La vorágine y Don Segundo Sombra (Álvarez II, 814).  Saqué mi muy manoseada y apuntada copia de Insularismo, ensayo que a mi juicio es el retrato definitivo de la apórica identidad puertorriqueña.  Y lo releí.

Y al leerlo, me encuentro que La resaca es la versión novelada de Insularismo, incluyendo el determinismo geográfico y la crítica amarga contra la negativa personalidad nacional: el puertorriqueño dócil.  Nada de Galdós o Cervantes, aunque tiene mucho de Rómulo Gallegos, El Periquillo Sarmiento y hasta del Dante–la relación del  Dolorito con Rosario, basada en la castidad y la distancia (476), es una versión irónica de la relación Beatriz-Dante.

Pedreira defiende a Laguerre en el prólogo a la segunda edición de La llamarada, que Costa incluye en su edición para Plaza Mayor del texto, por la característica en La resaca que más me choca: “De la filosofía derrotista que pudiera haber en la novela no tiene la culpa el autor;  la tiene el personaje que en realidad vive esa vida. . . . Yo le quisiera más resuelto, más decidido, más optimista, triunfando en todo y sobre todos, pero el no es así hay que tomarlo como es, sin pretender que sea otro”  (80).  Estas palabras, escritas sobre Juan Antonio Borras, se aplican perfectamente a mi rechazo de Dolorito como personaje inverosímil–esto es, no creíble. No hay tal cosa como un “bandido bueno”.

En La resaca resalta el tratamiento negativo del elemento negro, a pesar del personaje de Pai Domingo, el marido de la esclava que Dolorito protege de niño.  Una cita basta: “De las Torrecillas habían venido los negros.  Unos cuantos sorbos de aguardiente les hacían arder los sesos como jueyes al carapacho acabaditos de salir de la olla” (377).  Pedreira, tan lúcido cuando se trata de analizar defectos y las virtudes de los puertorriqueños, regurgita el discurso racista de los teóricos finiseculares (XIX) europeos y latinoamericanos. Laguerre lo repite, llevado por la noción, también fomentada por Pedreira, de que el único puertorriqueño legítimo es el criollo--léase, no contaminado por la negritud-- del Yukiyú, la altura, el dichoso jíbaro-- y que la bajura, el mar, la resaca, la costa, los manglares, los negros, los tremedales, son sus enemigos naturales.  A nadie le parece extraño que en Puerto Rico no exista una “novela de la costa”.

El nombre del anti-héroe protagonista de esta novela es decididamente antifundacional.  El siguiente párrafo en Insularismo, resume y origina la personalidad de Dolorito, bipolar o esquizofrénica (376), representativa de una corrupta identidad colectiva: “Nosotros creemos, sinceramente, que existe el alma puertorriqueña, disgregada, dispersa, en potencia, luminosamente fragmentada, como un rompecabezas doloroso que no ha gozado nunca de su integridad”(168).   Dolorito recorre  la isla de  un lado a otro sin nunca rebasar sus fronteras ni encontrar descanso. Evalúa su situación espiritual: “Estaba solo, angustiosamente solo.  Encontró que la tierra era demasiado ancha y deshabitada. Y él, solo, angustiosamente solo” (462).  Como su padre,   tiene tantos nombres que ya ni sabe cuál de ellos le corresponde (515).  No se reconoce como el ser legendario en que lo ha transformado su amigo Juan Gorrión (464, 484)–o Juan Volao, porque también tiene varios nombres). Dolorito entra a una leyenda literaria, no histórica.  En el plano histórico, su leyenda no existe.  Las leyendas reales corresponden a maleantes como Isabel Luberza, la gran meretriz ponceña, o Toño Bicicleta, asesino de su esposa y parientes. No se puede “leudar” la historia con la levadura de la leyenda (Costa, Entrevista 92), y más si es una leyenda literaria.

He querido hacer, a vuelo de pájaro, un recorrido por lo que he pasado como lector, no como crítico, con respecto a La resaca.  Planifico un trabajo mucho más extenso sobre esta novela e Insularismo, que me permita colocarlos en el contexto más amplio de la literatura latinoamericana y europea. Y agradezco a la Profesora Costa el haberme ofrecido esta oportunidad de un reencuentro con la literatura puertorriqueña, en su magnificas ediciones para Plaza Mayor, La llamarada, y la entrevista, Conversaciones con Laguerre

En la edición de La Resaca el lector encuentra una minuciosa biografía del autor, un estudio de la relación entre literatura e historia seguido un minucioso recuento del momento histórico en que se desarrolla la acción.  Le sigue una explicación de las diferentes ediciones.

En cuanto al valor pedagógico de esta edición, cuenta con una  cronología múltiple, que cubre de 1905 al 2005, relacionando la producción del autor con acontecimientos históricos, literarios, artísticos y científicos; una explicación de abreviaturas, y copiosas y eruditas notas al calce,   El comentario crítico al final del texto incluye un resumen del contenido, un examen de los temas principales, una lista de personajes principales y un análisis de la obra, seguido de una extensa bibliografía. Termina la edición con actividades para el estudio de la obra y un índice léxico, onomástico y fraseológico. 
 
No puede pedir más ningún lector, sea erudito, pedagogo o estudiante.  El enfoque de Marithelma Costa es  el modelo de cómo editar  y preservar la literatura puertorriqueña.


Nueva York, 2010

 

Obras consultadas

Aronna, Michael‘Pueblos Enfermos” The Discourse of Illness in the Turn-Of-The-Century Spanish and Latin American Essay  Chapel Hill 1999.

Beauchamp, José Juan..  Imagen del puertorriqueño en la novela

Costa, Marithelma.  Enrique Laguerre: Una conversación.  San Juan, PR.: Plaza Mayor, 2000

Dabove, Juan Pablo.  Nightmares of the Lettered City: Banditry and Literature in Latin America 1816-1920.  University of Pittsburg Press, 2007

Laguerre, Enrique.  La resaca

---.  La llamarada.  San Juan , P.R. Editorial Plaza Mayor, 2002.

Pedreira, Antonio.  Insularismo San Juan de Puerto Rico: Biblioteca de Autores Puertorriqueños, 1957.

Rivera de Álvarez, Josefina.  Diccionario de literatura puertorriqueña .  Volumen. 2.  San Juan de Puerto Rico: ICP 1974

Smith, John H.  “Abulia: Sexuality and Diseases of the Will in the Late Nineteenth Century”.  Genders 6 (Fall 1989): 102-123.

Sommer, DorissFoundational Fictions: The National Romances of Latin America.  Berkeley: University of California Press, 1991.

Zayas, Luis OO.  Lo universal en Enrique A. Laguerre.  Río Piedras: Editorial Edil, 1974.

 

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Recientemente ha sido publicada por Innovación Editorial Lagares, la novela El corazón del Rey del escritor cubano Félix Luis Viera. Hablo de una novela de más de quinientas páginas, en las que el autor, para empezar, registra toda una época del acontecer cubano y le rinde homenaje, sensible y sincero homenaje, a su ciudad natal: Santa Clara.

Vale iniciar este acercamiento al texto justamente por lo que acabamos de referir; una obra que registra excepcionalmente toda una  época, casi cincuenta años. Esto me obliga a discrepar parcialmente de los que han dicho que se trata de la Novela de la Revolución. Creo que las revoluciones propician una novelística, ha ocurrido en todos los procesos sociales de este tipo que hayamos conocido; la tuvo la Revolución Francesa, la de Octubre y la mexicana, por mencionar las más significativas. Pero eso de la Novela de la Revolución, me parece no sólo arriesgado, también innecesario y poco probable.

El Corazón del Rey es parte de la novelística de la Revolución cubana y más que una novela de la Revolución, yo diría que es la Novela de la Época, así con mayúscula, porque no recuerdo ningún texto literario cubano de este último medio siglo que recoja con tal vastedad y profusión de elementos, el acontecer cotidiano  de la Isla. Tampoco creo necesario calificarla a partir de visiones ideológicas, la novela es en sí misma lo que es, con independencia de la posición e intenciones de quienes la juzguen. No es una novela de la Revolución desde la óptica de quienes cuestionan el proceso cubano, ni es un texto que puedan ignorar quienes le defienden. Vuelvo a afirmar que es la novela de la época, del período revolucionario, posrevolucionario, ambos incluidos, o como se le quiera llamar a estos cincuenta años. No hay que olvidar que el tiempo real de esta obra va de 1963 a 1968, pero su aliento histórico, su referencia alude a un proceso que se extiende desde 1959 a la fecha.

Tampoco creo posible analizar esta novela desde un punto de vista convencional, sería absurdo, o cuando menos forzado, intentar, por ejemplo, hablar de un tema. Tiene esta obra un gran asunto, digamos que las peripecias, contradicciones y enfrentamientos de la sociedad en una ciudad de provincia en el período posterior al triunfo de la revolución de mil novecientos cincuenta y nueve. En ese gran asunto pueden verse acercamientos más o menos a ciertos temas conocidos como temas universales, en el entendido de que se mueven valores universales o eternamente humanos, como el amor, la amistad, la muerte, etc. Sin embargo, en el caso de que busquemos un tema por su presencia a lo largo de la novela, observado en casi todas las circunstancias humanas abordadas por el autor, tendríamos que decir que el tema fundamental de esta novela es la frustración, que conlleva, como casi siempre, nostalgia, desgarramiento y decadencia.

Sin pretender  entrar al terreno de la filosofía, creo que  las situaciones humanas son a veces más complejas  y trascendentes que el propio humano en su individualidad. Félix Luis ha sabido crear o recrear  en esta novela situaciones humanas de tal complejidad y riqueza que trascienden las particularidades. Esa frustración que desborda el plano de lo concreto individual se extiende, se universaliza,  se torna desgaste del individuo y, en consecuencia de una sociedad que parece estancada, como hundida en un absurdo que la va devorando.  Esta realidad, este panorama sombrío va propiciando la peor de las enajenaciones, porque siempre será más llevadero, menos frustrante, caer de tus propios pies que descender de las alturas. Quiero decir con esto, que ese plano de la frustración que narra y describe el autor con peculiar maestría, es más doloroso, porque fue el resultado de una revolución que levantó las expectativas de todo un pueblo, porque tuvo un origen grandioso, de esperanzas y sueños.

El Corazón del Rey no es una novela política como algunos preferirán encasillarla. La política es trasfondo, está ineludiblemente vinculada con las historias colectivas e individuales, porque en Cuba, por diversas razones; digamos que por la naturaleza ideológica del sistema, por el enfrentamiento a un injusto embargo económico, que significó también enfrentamiento político y hasta militar con la vecina potencia imperial y porque se impuso como mecanismo de inclusión social, la política, el discurso político más bien, se estableció como imperativo. Sin embargo, no es ésta una obra esencialmente política, no subordina jamás el autor el discurso o la intención política al hecho estético, al literario propiamente dicho. Ocurre que Viera atrapa exquisitamente el lenguaje y la sicología popular, como ya había demostrado en obras anteriores. Atrapa también y recrea con notable altura la sabiduría del hombre común. No le interesan a Viera los héroes excepcionales, por el contrario, busca al personaje sencillo, a ese que vive hundido a veces en la más rigurosa y hostil cotidianidad. En este caso los personajes principales son en cierta manera antihéroes, se mueven prácticamente en la marginación, que no es lo mismo que marginalidad: lumpen,  prostitutas,  vagos, jugadores, borrachos, homosexuales; todos ellos son figuras insertas de cierta manera en una sociedad que emprende un rumbo que le es adverso por su naturaleza misma, no son los marginales que podemos ver en otras sociedades, su marginación se da en la diferencia, una diferencia que la búsqueda de uniformidad  ideológica y social no podía tolerar. Dicho de otra manera, no son precisamente marginales porque se muevan en el submundo, se trata de marginados, porque no responden al patrón de revolucionario que el sistema propone y de alguna manera impone. Nada tienen que ver con el hombre nuevo que enarboló la consigna de la época; son el “hombre viejo”,  el que opera con paradigmas anteriores o  al menos, distantes del socialista que esa consigna pretende universalizar dentro de esa sociedad uniforme. Incluso los revolucionarios, los que están incorporados al proceso resultan imperfectos, porque dudan, porque se quejan o admiten la duda y la queja.

Robertón Pérez y la Samaritana y el propio narrador son la más alta expresión de esos seres desfasados, incongruentes con el entorno político, pero grandes, acertados, convincentes personajes que se alejan de toda concepción maniquea. Profundamente humanos, dramáticos en sus luchas internas y sus enfrentamientos con una sociedad donde no caben, pero literariamente enormes, dramáticos sin  melodrama, duros en su cosmovisión, en su ubicación personal. Ni siquiera  la Samaritana con su naturaleza ambivalente;   masculina y  femenina, al mismo tiempo,  ni siquiera él, cae en plano del melodrama. “De tranca”, diría el propio autor usando una de sus expresiones admirativas más socorridas, porque no es fácil para un escritor concebir a un personaje tan distante de sus preferencias y su sicología, y dotarlo de cualidades y detalles humanos que lo hacen querible y respetable.

Félix creó un narrador espectacular, capaz de ser juez y parte, testigo y protagonista de una historia que se extiende a lo largo de quinientas quince páginas. Un solo punto de vista, aparentemente, un solo narrador en primera persona, pero aparente he dicho, en realidad  este personaje narrador que no tiene nombre o que tiene cualquier apelativo: Es Campeón u otra cosa si el interlocutor es Robertón Pérez; Machi, Michi, mi Chichi si es la Samaritana quien le nombra. Narrador y personaje que se desdobla, que es testigo y actuante en cada caso, que lo ve y lo sabe todo, por lo que adquiere rasgo de omnisciente sin serlo. De hecho se convierte en una especie de conciencia crítica, un eje conductor que en ese desdoblamiento señalado consigue narrarse a sí mismo, como si se mirara en el espejo; logra focalizar determinadas situaciones como si se tratara de una tercera persona. Una voz narrativa conducida como sólo puede hacerlo un escritor que ha alcanzado la maestría y agudeza que caracterizan a Félix Luis Viera, quien además de contar con un talento probado, ha dedicado su vida a perfeccionar el lenguaje y las técnicas de la narración.

Sólo estas cualidades permitieron  concebir  un personaje-narrador que cuenta una historia en más de quinientas páginas sin agobiar al lector. El hecho de que ese narrador lograse autocaracterizarse de la manera que se da en esta novela, es un fenómeno que merece un estudio particular.

Probablemente uno de los retos más complejos y significativos para un escritor es la el diseño de los personajes. No es cosa simple dotarlos de sicología y comportamiento, evadir los antagonismos que no sean propios de su caracterización.  Visto de otro modo, el personaje tiene que ser convincente y tener la autonomía suficiente.  Sólo  es un buen personaje aquel que es capaz de ser una referencia más allá de la obra misma donde se le da vida. Hablamos, desde luego, de esa autonomía  que propicia una relación comunicativa con el lector al punto de quedarse en el recuerdo como referente permanente. Félix Luis Viera nos ha dejado en su obra una serie de personajes memorables, presentes en el recuerdo por lo que hacen y dicen, por su ubicación en determinados contextos y por lo cercano a nuestras propia expectativas. Robertón Pérez es uno de ellos, lo es la Samaritana. Vale este ejemplo de lo que estamos afirmando, porque podemos estar en la acera opuesta a las características del personaje, que pueden ser cualquiera de los antes mencionados, pero llegamos a quererlo, respetarlo y solidarizarnos con él frecuentemente. En cierto momento el personaje-narrador  reprende a la Samaritana, lo califica  (yegua, le dice), y uno  llega a sentir no sólo compasión, sufre la agresión como propia, a pesar de que ya contamos con la información necesaria para saber que la reprimenda se debe a los excesos melosos de la Samarita, porque hay una amistad profunda entre ellos.

He dicho que El Corazón del Rey no es una novela política, pero sí es una obra  de profundo aliento social. Cuestiona, denuncia, critica y sobre todo hace interrogaciones constantes, que probablemente sean los más agudos cuestionamiento. No podía ser de otro modo, porque parte de la vivencia de un pueblo durante una época donde justamente abundan los cuestionamientos, las interrogantes y los desafíos. Hay en todo eso un sabor amargo, un tono de frustración y nostalgia, no de agresividad ni de crítica panfletaria.

En un pasaje memorable donde un personaje intenta defender lo indefendible, como perseguir y agredir a quienes escuchan a Los Beatles, cosa que efectivamente ocurrió en la sociedad cubana de los años sesenta, uno puede encontrar cuestionamientos como el que veremos aquí:

…¿Qué daño podrían hacerle Los Beatles a las fibras patrióticas de alguien? ¿Cómo  será    posible que algunos hombres estén dispuestos a golpear a otros por semejante razón , que,  además de no ser razón, no ha picado en sus sentimientos individuales ¿ Cómo será  posible que en nombre del poder y amparado por éste, unos hombres goleen a otros? ¿No  es  éste el caldo de cultivo para fabricar cobardes? ¿No son éstas las primicias de donde  han salido los grandes movimientos de esbirros? (El C. del R. Pag. 228)      

Sería una desgracia, una falta de valentía y decoro que la literatura de esta época no hablara de estas cosas, no recogiera esa experiencia amarga, que a muchos puede parecerle anécdota, pero que marcó generaciones y sigue presente en el recuerdo de quienes vivieron esa y otras experiencia  parecidas.

Estoy entre los que creemos que las revoluciones son necesarias, pero admitir, a tono con el discurso político interesado, que estas cosas, es decir, que la violencia es insoslayable y que toda acción que provenga de las mayorías contra las minorías se justifica, me parece la más innoble manera de ir contra ellas. Una revolución no puede defenderse atropellando lo que habría de ser esencial a su naturaleza, es decir, la defensa del hombre y sus derechos. El criterio de masa contra individualidad ha sido el defecto más común de las revoluciones conocidas hasta ahora. La Revolución Cubana no es ajena a este” pecado original”, el episodio de los Beatles no fue el único ni el más costoso. El caso Mariel en 1980 fue uno de ellos, aunque cándidamente muchos narradores se desentendieron, por el equivocado criterio de que con eso eran leales.          

En El Corazón del Rey Viera aborda estos episodios con tristeza, a veces con rabia, pero siempre con la mesura que requiere el hecho estético. No hay panfleto, no desmesura ni crítica por la crítica. La denuncia o el reclamo se dan sin hacer concesiones literarias, sin subordinar lo estético a lo político. El enjuiciamiento es resultado del contexto histórico, nunca de una intención ideológica dominante. No hay descuidos en el lenguaje, aunque los personajes se muevan en un medio a veces de bajo nivel intelectual. Quiere esto decir que Félix caracteriza con rigor, no mimetiza, no intenta hacer dejaciones estética en función de  determinados giros o expresiones que puedan verse coherentes con el medio.

Es esta una novela de magnitudes, consagratoria desde mi punto de vista. Una novela que honraría a cualquier casa editorial, a las más grandes del planeta, aunque ya sabemos que muchas de ellas no la publicarían por dos razones fundamentales, equivocadas e injustas las dos. Por una lado porque el criterio mercantil  se ha impuesto y una novela de quinientas quince cuartillas es “un riesgo demasiado grande”; por otra parte, porque ahora de pronto, el tema cubano se ha vuelto tabú.    

Sin embargo, El Corazón del Rey es una novela memorable, de las que tienen un lugar asegurado en la historia, con independencia al modo en que comercialmente se asuma. Más allá de posibles silencio de la crítica y de los intencionados cuestionamientos que surgirán ineludiblemente por la contundencia de sus verdades.


 

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