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 El sonido de las guitarras de “Juicio Final” es la peor caricatura de Metallica que cualquiera pueda imaginarse. Pero, como se ha dicho a manera de consuelo criollo: “nuestro rock es indígena, pero es nuestro rock”. Y de cualquier forma un concierto siempre es un concierto. Aunque sea un concierto de “Juicio Final”.

“Juicio Final” es un malísimo grupo de rock, pero muy popular entre los frikis de La Ciudad.

Malos músicos, pero voluntariosos los muchachos. Cuando se unieron para tocar, hace ya unos cuantos años, el rock era mal visto por las autoridades. En la Casa de Cultura les dieron la espalda. Nadie les ofreció un espacio. Ensayaban en sus propias casas a pesar de las protestas de los vecinos. Los del Comité de Defensa de la Revolución llamaban a la policía cuando los escuchaban tocar. Y no porque fuera tarde en la noche; de día, por la tarde, a cualquier hora, llamaban a la policía. Tampoco porque hicieran demasiado ruido con sus ridículos cien watts de potencia en los amplificadores. Muchas veces los del grupo durmieron en los calabozos de la Estación de Policía, acusados de escándalo público. O sea, por tocar su música en sus casas.

Eran peludos desagradables y portadores de la música del enemigo. Diversionismo ideológico le llamaban los de la Juventud Comunista.

Precisamente fue la Juventud Comunista la que, después de años de repudio y opresión, les brindó un espacio. Habían comenzado a cambiar los tiempos y la política del país a acomodarse a nuevas exigencias.

Se creó un Festival de Rock con el nombre de Ciudad Metal. Se iniciaron los conciertos de La Loma. Un buen día les entregaron nuevos instrumentos. En realidad eran de uso, pero mucho mejores que los cacharros que tenían con anterioridad. Por primera vez tocaron con un mega de audio.

Y los chicos retribuían a sus patrocinadores haciendo un heavi metal cubano de letra patriotera y complaciente:

Somos la juventud de hoy,

la juventud metal.

De acero inoxidable.

Como la Revolución.

Cualquier precio por un espacio. Un espacio que ahora, sólo unos años más tarde, comenzaban a ver cómo desaparecía. Es que se iniciaban los tiempos de los raperos. Los pregoneros de la jerga marginal. Negritos pelados al rape y con aspecto deportivo. Con sus botas enormes, pantalones anchos por las rodillas y las gorras con la paleta hacia atrás. Caminando con guapería e indecencia. También repudiados por las autoridades durante un tiempo, por chabacanos e indecentes. Hasta el momento en que necesitaron aprovecharlos.

Cualquier precio por un espacio: Los raperos pronto sustituyeron las pañoletas que se amarraban en la cabeza, dibujadas con la bandera americana, por otras parecidas con la bandera nacional. En definitiva tienen los mismos colores. Y sustituyeron a los rockeros en los proyectos de la Juventud Comunista. Y cantaron:

Somos los trabajadores sociales

Jóvenes rectos y formales

Los mejores, los más duros

Revolucionarios y puros

No le tememos al mosquito,

Que del medio yo lo quito.

Ni al imperialismo

Nos da lo mismo...

Adiós Ciudad Metal. Los conciertos en La Loma ya eran raros: un domingo cada dos meses. Los chicos de “Juicio Final” volvían a ser los mismos pelagatos de siempre, con cuatro cacharros viejos a cuestas. Ensayando de casa en casa.

Es domingo de noche. Hay concierto del grupo “Juicio Final” en La Loma.

La Loma está en las afueras. Es uno de los símbolos de La Ciudad. La Ciudad ha salido de las entrañas de La Loma. De las viejas canteras de sus faldas se sacaron los cantos para levantar casi todas las casas de La Ciudad desde su fundación hasta mediados del siglo XX. También en sus pedreras, por muchos años, los hombres de la villa encontraron trabajo para mantener a sus familias.

Ahora aquellas canteras no son más que recuerdos perdidos en añejos libros de historia, despeñaderos llenos de marabú en las faldas norte y oeste. Agujeros oscuros convertidos en leyenda por causa de los hombres que se han tragado sin dejar rastros. Riscos resbaladizos que, a pesar de no tener una gran altura, resultan prácticamente insalvables y en extremo peligrosos.

Desde la cima de La Loma se divisa toda La Ciudad. Por eso los guerrilleros instalaron ahí su comandancia en las batallas decisivas para derrocar la tiranía de Fulgencio Batista a finales del romántico y lejano año 1958. Por eso La Loma ahora es Monumento Nacional.

A La Loma se sube por una accidentada carretera que sale de los suburbios y es el único acceso cómodo a pesar de estar el cerro casi dentro del perímetro urbano.

En La Loma hay un obelisco, tarjas con los nombres de los mártires de La Batalla de La Ciudad, y un anfiteatro en el que ofrecen recitales los trovadores de la Asociación de Jóvenes Artistas Revolucionarios. (Ahora también los raperos, claro está.) Cuando eso ocurre La Asociación y la Juventud Comunista ponen transportes que van desde el Parque Central hasta el escenario y promueven el acontecimiento por la radio y la televisión locales. La Loma es un magnífico lugar para cantarle a La Patria.

Todavía en La Loma se mantiene el espacio de los rockeros. Pero sin transporte ni publicidad. La Loma es un magnífico lugar para esconder la escoria.

Poco más de cien personas es un público fenomenal para un concierto del grupo “Juicio Final” en La Loma. Hace ya tiempo que no logran acumular mucha más gente enfrente a ellos. En la masa de muchachos que se contorsionan al compás de la música están Yenia, Yuri, Susy, El Flaco y El Ripiao.

“Juicio Final” canta:

No me busques

que ando perdido como mis sueños.

No me busques

no te pierdas también en el empeño.

Estoy viviendo en un ángulo distinto,

un ángulo en el exilio

un ángulo agudo que me pincha el corazón.

“Un ángulo agudo que me pincha el corazón”, repite una y otra vez el cantante con su voz ronca y gutural. Voz que se difumina en el trash de las guitarras y el sonido sordo de los drums.

Suben y bajan sus cabezas al compás de la música, con frenesí. El Flaco y El Ripiao, que tienen el cabello largo, hacen molinetes con el pelo y acaban enredándose uno con el otro hasta rodar por el suelo, entre convulsiones, al ritmo de la batería. Yenia, Susy y Yuri se golpean con los codos y los hombros en una danza enardecida.

Termina el número y los que están en el suelo se levantan sacudiéndose el polvo de los jeans. El polvo y el sudor forman un lodo rojizo que les deforma la expresión de los rostros. Yenia bebe agua de un pomo plástico. El pomo pasa por las bocas de cada uno de los cinco. Una caneca con ron de séptima categoría también hace la ronda.

El viento del norte sopla sobre La Loma cuando “Juicio Final” comienza otro número. Es una brisa ligera que les azota el rostro y les trae a los cinco una fragancia ya conocida.

Yuri aspira profundo.

—De la buena—. Dice.

Se vuelven hacia la dirección de dónde sopla el viento y la ven acercarse al grupo. El pelo largo, quizás rubio, se adelanta a sus pasos. El pelo se le enmaraña en el rostro, pero no hace falta verle la cara para poder reconocerla. En realidad nunca le han visto el rostro detenidamente. Está metida en un jeans ajustado. Sus pasos son largos. La mano lleva el cigarrillo a la boca por última vez antes de encontrarse con ellos. El saludo es simple, extiende el brazo con el porro entre sus dedos estilizados. Cinco manos se precipitan a tomarlo.

Es la sombra. Otra vez.

El trash de las guitarras y “Juicio Final” canta:

La vida es negra, la vida es fuerte

La vida es un camino inevitable hacia la muerte

No pierdas tu tiempo

Trata de llegar primero

Y si puedes ayuda a tu compañero

Dame una mano y yo te ayudo

Toma la mía y úntame de tu sangre.

Un griterío histérico se escucha como aprobación al tema.

Mara la Renegada se acerca al grupo.

La Renegada es una vieja rockera. Tiene más de cuarenta años. A mediados de la década de los setenta, cuando cumplió los quince, se escapó de su casa. Desde entonces vive en la calle: en casa de sus amigos eventuales, con algún amante ocasional. En albergues de la Seguridad Social. En la prisión. Desde hace un par de años en el sanatorio del SIDA.

Cuando La Renegada se escapó de su casa se fue a La Habana y estuvo viviendo con unos hippies. Era una cooperativa de sexo, drogas y alcohol, de las pocas que se formaron en la isla en aquella era romántica de peace and love. Su padre, que era militar del Ejercito Rebelde y había peleado contra la dictadura, se pegó un tiro en la mollera. Dicen que por la vergüenza de tener una hija hippie. Su madre murió poco tiempo después. Dicen que de tristeza.

Mara no estuvo en los funerales del padre ni de la madre. Nunca volvió a su casa. Era un apartamento, propiedad del ejército, y jamás lo reclamó.

Cuando volvió a La Ciudad casi nadie se acordaba de ella ni de su familia. Había estado presa varios años en el combinado del Este de La Habana, por marihuanera. Ahí se había hecho famosa como lesbiana.

La primera noche que estuvo en el Club Paradiso vio bailar a Susy y decidió tirarse a la mulata. La enamoró ofreciéndole pastillas de parkisonil, cigarros y ron. Susy aceptó los regalos, pero no quiso corresponder a las pretensiones de La Renegada. “Podemos ser amigas”, le dijo. Y la otra se sintió, más que ofendida, estafada.

Aquella noche, cuando Susy salió del Club Paradiso, La Renegada la estaba esperando en la esquina de las citas, en el Parque Central. Como una fiera se le lanzó encima y, sin que la mulata supiera exactamente lo que estaba pasando, le golpeó el abdomen con los puños como lo haría cualquier negro boxeador. La tiró al suelo y le pateó la cabeza. Le llenó el rostro de arañazos. Tomándola por el pelo la arrastró varios metros por el pavimento.

“¡Puta! ¡Puta!” Le gritaba. “¡Esto es por pegarme los tarros con esa cochina!”

Susy apenas abría la boca para gritar del dolor.

 

La policía llegó cuando Susy estaba desfallecida y con el vestido hecho jirones.

“Pero si es asunto de marido y mujer”, dijo el jefe de la patrulla con una risa sarcástica.

           “Miren, muchachitas, es mejor que se vayan para su casa y arreglen sus asuntos allá antes de que las cargue a las dos para la Estación”.
 

La Renegada ayudó a reponerse a Susy y simuló pedirle mil perdones delante de los policías que se reían de lo trágicas que son las tortilleras.
 

“Ven, mi amor. Ven conmigo. Yo no quería hacerte daño. Tú sabes que te quiero mucho. Pero es que te portaste mal con tu santica”.

Susy sabía que lo mejor era permanecer callada. Conocía las leyendas sobre las cosas que les hacen algunos policías a los maricones y a las lesbianas en el camino de la Estación de Policía.

La Renegada llevó a Susy hasta un banco del Parque Central. Sentadas una junto a la otra, con su brazo cubriéndole los hombros, y bajo amenaza de volverle a patear el buche cuando le diera la gana, Mara le exigió a la mulata un beso en la boca delante de todos los mirones. Así comenzó una relación turbia y dolorosa que duró casi un año. Hasta que La Renegada se enamoró de otra chica.

Poco después se supo que La Renegada se había infectado de SIDA. Susy se hizo las pruebas un par de veces y los resultados fueron negativos. Entonces comenzó su relación con Yenia.

Desde entonces, también, La Renegada no pierde oportunidad para recordarle a ambas que Susy fue su mujer.

La Renegada odia a Yenia. Es que La Renegada odia a todo el mundo.

Dando brincos se acerca al grupo.

—Me dijeron que tú querías cogerlo. — Le dice.

Yenia no le hace caso.

— Hice una donación. — Insiste.

—Cuando yo quiera coger el SIDA lo cojo templando. — Le responde Yenia.

La Renegada la mira de arriba abajo, suelta una carcajada, le arrebata el porro de entre los dedos y se escapa dando brincos. Los cinco la ignoran apenas se ha marchado.

“Juicio Final” canta:

La vida es negra, la vida es fuerte

La vida es un camino inevitable hacia la muerte

A lo lejos, en un rincón, la aguja de una hipodérmica brilla a la luz de la luna. La sangre de Mara La Renegada se va metiendo en el torrente de un grupo de infelices que buscan así la salvación:

La vida es negra, la vida es fuerte

La vida es un camino inevitable hacia la muerte

No pierdas tu tiempo

Trata de llegar primero

Y si puedes ayuda a tu compañero

Dame una mano y yo te ayudo

Toma la mía y úntame de tu sangre.

Y todos brincan y hacen coro con la canción. Los músicos han dejado sus guitarras en el suelo y ahora están en el borde del escenario haciendo palmas. Todo el público hace palmas. Gritan:

Dame una mano y yo te ayudo

Toma la mía y úntame de tu sangre.

Gritan alto, para que los escuche Dios. Bien alto, porque saben que Dios no tiene oídos para ninguno de ellos. Dios no existe. Gritan alto para que les oigan en toda La Ciudad. Bien alto, hasta desgarrarse las gargantas. Más alto. Más. Pero La Ciudad tampoco los escucha. Ellos no existen para La Ciudad. La Ciudad está allá abajo, mucho más lejos de lo que ellos imaginan. En el Parque Central jamás podrán escucharlos. Desde el Parque Central nadie los ve. Desde el Parque Central se puede distinguir el obelisco, pero jamás nadie podría verlos, de rodillas, con las manos extendidas, buscando el cielo:

Dame una mano y yo te ayudo

Toma la mía y úntame de tu sangre.

Abajo está La Ciudad.

Termina el concierto. Los chicos de “Juicio Final” montan con sus instrumentos en un carretón tirado por un penco flaco. Bajan la cuesta cantando:

Dame una mano y yo te ayudo

Toma la mía y úntame de tu sangre.

Tras ellos, como en una grotesca marcha fúnebre, desciende el tumulto. Chicos y chicas sudados y medio desnudos. Gritando su canción. Con la esperanza de que alguien los escuche. Pero los gritos se desvanecen en la noche. Se pierden en el fondo de las grutas misteriosas de La Loma. Rebotan en los riscos hasta perderse en la nada.

Y otra vez los cinco y la sombra. Solos.

Los cuerpos semidesnudos y sudorosos forman el mismo círculo de siempre. Las ropas sucias del lodo rojizo de La Loma están extendidas sobre el escenario donde un par de horas antes tocara “Juicio Final”. La Ciudad, apagada a las dos de la madrugada. La sombra lía un porro tras otro.

El Ripiao bajó en su bicicleta a buscar más ron y ya está de regreso con un par de botellas.

La sombra hace juegos de prestidigitación con el porro. Los cinco apuestan a descubrir dónde está el cigarrillo. El Flaco indica a la oreja de El Ripiao, pero la sombra, con un movimiento plástico, saca el porro encendido de entre las tetas de Susy.

El primer juego es un sorteo: la botella gira en el centro del grupo hasta que se detiene para indicar las parejas: Los primeros elegidos son Yenia y El Flaco. Vuelve a girar la botella: Susy, otra vez gira: El Ripiao. Por decantación Yuri lo hará con la sombra. Un capricho heterosexual de la botella que ahora todos se prestan a cumplir sin remilgos. Todos menos Yuri.

Es la hora de hacer el amor.

Todos están encima del escenario. Yuri mira como El Flaco se baja los pantalones y comienza a penetrar por detrás a Yenia que está en cuadrupedia, con el rostro apoyado sobre el suelo, resoplando mientras el trozo curvo de El Flaco va entrando en sus intestinos. Susy baila sentada encima del Ripiao que le come los pechos. No ha habido un preludio de besos ni caricias. Sexo fuerte, como el mismo rock que acaban de disfrutar.

La sombra se desnuda completamente, danza frente a Yuri quien la observa desde el piso donde permanece sentado.

Ha jurado no hacer el amor con nadie más que con Yenia. Siempre que se forman estos despelotes Yuri se separa del grupo y rehúsa a todo, pero ahora no puede dejar de contemplar la figura divina de la sombra que danza frente a él.

No siente apetito de sexo, es la plasticidad de la imagen que lo subyuga y embobece. Siente deseos de pintarla, de captar esa imagen en la eternidad de un lienzo. La sombra abre sus piernas y se coloca frente él, dobla suavemente las rodillas y le restriega el pubis en el rostro. Yuri no puede evitar un gesto defensivo. Ella lo nota y vuelve ahora con más ímpetu. Le restriega la pelvis en el rostro, el clítoris contra los labios, contra la nariz, con fuerza. Una y otra vez. Y cada vez con más fervor hasta que termina empujándolo hacia el suelo para sentarse encima de su cara.

Yuri siente que se ahoga con los pelos púbicos de la sombra. Ella continúa su danza lujuriosa. Dice frases que Yuri no entiende. Habla con una voz que le sale del fondo de la garganta. Le unta el rostro con sus leches y ríe sarcásticamente mirando a la luna, cuando no aúlla de placer.

Cuando la sombra termina de venirse sobre el rostro de Yuri, lo toma en sus brazos, lo aprieta con delicadeza contra su seno y le arrulla maternalmente. La sombra canta una canción dulce y desconocida por Yuri. Después lía un nuevo porro. Prende el cigarrillo y comienzan a fumar los dos, envueltos en una paz que sólo es interrumpida por los gemidos de placer de las otras dos parejas que todavía se tiemplan con animal fiereza.

Yenia golpea con sus manos el suelo mientras la picha de El Flaco entra y sale de su recto con violencia.

El Ripiao desfallece debajo del cuerpo de Susy que, lujuriosa, menea sus caderas y levanta los brazos al cielo.

Después las respiraciones agitadas de los cuatro. El silencio. Y de nuevo el canto de la sombra. Esa canción misteriosa y triste en una lengua que nadie comprende.

El segundo juego consiste en darle fondo a lo que resta de las dos botellas. Cada uno se empina un trago bien largo. La botella pasa a favor de las manecillas del reloj. Las dos primeras rondas son rápidas. Están sedientos, después de la ardiente sesión de lujuria. Las gargantas y las lenguas secas de lamerse unos a los otros. Yuri intenta quitarse con la bebida el olor del sexo de la sombra, ese tufo salado y ácido que se le ha metido, contra su voluntad, por la boca y la nariz hasta los pulmones. Bebe desesperado, pero no consigue quitarse aquel olor.

La primera botella vacía vuela hasta estrellarse contra el obelisco. La segunda botella comienza su ronda. Ahora los tragos son más cortos y siempre acompañados de una mueca al final. Susy es la primera en vomitar. Un vómito amarillo y pestilente que preside la sesión desde el centro del círculo. La mulata se enjuaga la boca con un nuevo buche de ron y se empina otro trago aún más largo. Repite la mueca, pero no vuelve a vomitar. Los demás aplauden. El Ripiao también vomita antes de terminar con el resto del contenido.

La segunda botella, vacía al fin, vuela y se hace mil pedazos contra una tarja en la que están escritos los nombres de seis mártires de La Batalla de La Ciudad.

— Nosotros también podemos ser mártires. — Propone Yenia. — Un día pueden aparecer nuestros nombres en una tarja en este lugar. — Está borracha y drogada, pero sabe lo que dice. Es una vieja idea. No es la primera vez que juegan a la muerte. Solo que esta vez la intención viene acompañada del resentimiento por lo que ha hecho la sombra las dos noches anteriores.

“A ver si es dura de verdad. Cualquiera se da un tajo en la muñeca y suelta un poco de sangre. Quién sabe si la bala del revolver era una salva. Quizás lo hizo nada más que para impresionarnos. A ver si tiene valor para morirse ahora mismo”, piensa.

Está resentida contra la sombra, que se cree mejor porque es extranjera y tiene un revolver con empuñadura de nácar, y puede liar porros descaradamente en público. Resentida contra La Renegada, que se cree superior porque se va a morir de SIDA. Contra Mirta. Contra el mundo...

— Vamos a morirnos. — Propone.

No es la primera vez que juegan a la muerte. Jugar a la muerte es algo muy serio. Jugar a la muerte consiste en morirse. Cuando lo han hecho antes nunca resultó. Pero al menos lo han intentado.

Morirse no es fácil. Pero más difícil es vivir, por eso se aferran a la idea de la muerte con tanto fervor.

Morirse no es fácil. Pero más difícil es morirse como a uno le da la gana.

“La vida es una mierda. La gente ni siquiera puede morirse de la manera que desea. Por eso es mejor morirse que estar vivo”. Esa es la filosofía de los cinco.

Una vez Yuri estuvo diez días sin comer ni tomar agua, para morirse. Pero en el Hospital lo impidieron. Yenia quiso, en vano, infectarse de SIDA con los chicos de “Juicio Final”. El Ripiao se lanzó de un tren en marcha y estuvo dos meses envuelto en yeso. El Flaco, para que lo mataran, se prendió a golpes con un campeón nacional de boxeo de más de noventa kilogramos en una cervecera, y la bronca acabó con un tumulto golpeando al negro por abusador y degenerado...

Le han tratado de explicar a la sombra, con gestos torpes y palabras en inglés, francés e italiano, en qué consiste el juego de la muerte. La sombra se pasa el dedo pulgar por el cuello y saca la lengua. Ha comprendido perfectamente. Asiente.

Yenia piensa que debe ser ella la primera. No le importa si la sombra la secundará o no. Sólo quiere demostrarle que ella sí es capaz de hacerlo.

— Todo hombre, al llegar a la tierra, tiene el derecho de morirse. — Dice. — Pero morirse como le dé su real gana. Me da lástima la gente que se muere sin poder escoger. Siento lástima de los que se mueren atropellados por carros, en accidentes de trenes y aviones, de los que se mueren en esas guerras que no son suyas y a las que nadie quiere ir. Siento lástima de los que se mueren de cáncer sin poder hacer nada para evitarlo y sin haber hecho nada para que esa enfermedad dolorosa se les metiera en el cuerpo.

Yo quiero morirme de droga y alcohol, de hambre e inanición, de soledad y frío. Por eso voy a bajar esta loma y caminar por la carretera, descalza. Apenas llevaré puesta la blusa para que me cubra un poco. Sólo quiero un par de porros. Quiero salir fumando. Voy a caminar hasta que sienta que desfallezco, entonces sacaré las últimas fuerzas para seguir caminando. Y cuando caiga me voy a arrastrar para seguir adelante. Quiero llegar de bruces a la muerte. Voy a caminar con rumbo al norte, y si llego a la costa seguiré adelante hasta que el agua del mar me trague.

Yenia se pone de pie. Se viste con la blusa. Es una blusa que debió ser amarilla y tiene unos bordados de colores en el pecho, ahora está manchada del lodo rojizo de La Loma. La blusa le cubre hasta la mitad del muslo. No tiene puesta ropa interior, nada más que la blusa. Se recoge el pelo en una coleta, se inclina sobre Susy y le besa los labios. Le tiende la mano a la sombra y esta le entrega un par de porros que acaba de liar. Yuri se pone de pie. Se abrazan y se besan fuerte en la boca. No es un beso lujurioso. Es un beso largo y triste en el que se les va a los dos parte de la vida.

Yenia sale andando, cuesta abajo.

— Nuestros caminos se encontraron aquí. En este lugar conocí a Yenia, en un concierto de rock hace dos años. Ahora que ella se fue quiero decir una cosa: la amo. La amo como nunca he amado a nadie en la vida. Hicimos el trato de no decírnoslo nunca. De no preocuparnos por eso. La gente se preocupa por amarse y acaba odiándose. Voy a morirme igual que ella. Voy a bajar la cuesta en sus mismas condiciones, ella tomará la carretera hacia el norte y yo iré hacia el sur.

Susy se para frente a la sombra y le tiende la mano.

— Por favor. — Le pide.

La sombra saca un poco de picadura de una bolsita, la envuelve en un pañuelo y se la entrega a Susy junto con unos papelillos de fumar.

— Gracias. — dice Susy.

Se ha vestido apenas con una bata abierta en la espalda. Descalza, igual que Yenia. Camina. Cuando avanza unos metros se vuelve al grupo. Pone un beso en la palma de la mano y lo sopla con póstuma solemnidad.

— Adiós, muchachos. — Dice y toma el camino.

—Yo quiero morirme con el aire en el rostro. — Dice El Ripiao.

Se pone de pie. Toma la bicicleta y le arranca los frenos de manos, también le quita la cadena. Se descalza. Lanza las botas hacia el vacío.

— Para si intento frenar con los pies desollármelos hasta la carne. — Dice y se ríe. — Voy a lanzarme en bicicleta sin frenos por esa carretera que baja hasta La Ciudad. Dicen que son doscientos metros de desnivel. Si se acuerdan de lo que nos enseñaron de Física en la escuela pueden imaginarse la velocidad y el golpe del aire contra mi rostro. Y pueden imaginar el impacto de la bicicleta y el choque de mi cuerpo con lo primero que se nos interponga. Eso es lo que se llama un “choque inelástico”. No debo rebotar mucho. — Y vuelve a reír. — Eso si lo que nos enseñaron de Física en la escuela es verdad. ¡En la escuela se dicen tantas mentiras!

Sube a la bicicleta. El Flaco se pone de pie. Se dan un abrazo. El Flaco lo empuja suavemente por la espalda y la bicicleta rompe la inercia. Lenta se desliza por la plazoleta hasta la cuesta, poco a poco aumenta la velocidad hasta que se pierde en la pendiente traspasando las puertas de la noche.

El Flaco se enjuga una lágrima. Mira a Yuri y a la sombra y grita:

— ¡Yo lo que quiero es que me metan un tiro, cojones! ¡Que me metan un tiro para acabar rápido con esto!

Le arrebata la bolsa a la sombra, y busca el revólver. No lo encuentra y sacude la bolsa desperdigando por el suelo su contenido: un poco de papel de fumar, una bolsita de picadura y una guía para turistas... No está el revolver.

— Un tiro en la cabeza y ya. — Grita nuevamente. — Voy a bajar esta loma corriendo. Lo más rápido que pueda. Quiero llegar a cualquier lugar donde haya un policía, lanzarme encima de él, agredirlo, cagarme en el coño de su madre. El hijoputa tiene que meterme un tiro en la cabeza. Voy a encuerarme delante del policía que custodia la sede del Partido y cagarme en la calva del busto de Lenin que tienen a la entrada. Y si eso no es suficiente le digo al cabrón guardia que traigo escondida una bomba y que la voy a poner en una escuela. Y si eso no le basta, me cago en la madre del Comandante en Jefe. Pero que me meta un tiro en la cabeza. ¡Quiero salir de una vez de estos mundos sucios, cojones!

Y se va corriendo, como un loco. Y grita.

— ¡Mundo sucio! ¡Mundo cruel! ¡Mundo globalizado! — Y ríe a carcajadas. Aunque parece que va llorando.

Sobre la tarima sólo quedan Yuri y la sombra. Ella lo mira con una delicadeza extraña.

— ¿Y nosotros? — Pregunta Yuri.

Necesita alguien que le ayude. Nunca ha sido capaz de hacer nada solo. ¿Por qué Yenia tuvo que ser la primera? Podía haberlo ayudado a él y después irse.

Trata de llegar primero

Pero si puedes ayuda a tu compañero

Dame una mano y yo te ayudo

Toma la mía y úntame de tu sangre.

La canción de “Juicio Final” viene a su mente como una burla a su soledad.

Ha imaginado su muerte: en un cuarto como la habitación que Van Goth tuvo en Arles. Un suicidio lento y dulce. Entre sus cuadros y con mucho alcohol, drogas y tristeza. Arrancándose los pedazos de su cuerpo para verlos podrirse delante de sus ojos. Pero ahora tiene que morir inmediatamente y no sabe cómo. Necesita alguien que le ayude.

La sombra se pone de pie y lo toma de la mano para ayudarlo a levantarse. Yuri siente como aquellos dedos nervudos le aprisionan la mano y lo levantan en vilo, con una fuerza que él no calculaba para la figura delgada y etérea de la sombra.

La sombra se mete en el jeans. Yuri también se viste. En silencio.

Abrazados caminan hasta el obelisco. La noche está fresca. El viento bate del norte. Una lechuza pasa volando por encima de ellos y a Yuri se le erizan los pelos de la nuca.

La lechuza es un ave de mal agüero, es el presagio de la muerte. Al coche fúnebre le dicen Lechuzón. A los que traen las malas noticias se les apoda lechuzones. Cuando una lechuza vuela por encima de una casa la gente dice: “Solavaya”.

“Es raro. Quiero morir. Estoy listo para morir. No tengo miedo de la muerte, sólo que no sé de qué manera puedo hacerlo. Sé que mi vida durará sólo unos minutos más y me estremezco con el paso de una lechuza”. Piensa Yuri.

“No entiendo nada. La vida es una mierda que se resume en no entender las cosas. Entender es muy difícil. Uno sufre tratando de entender.”

Están de pie junto al obelisco. Mirando al oeste. A sus pies el farallón se despeña en la oscuridad.

La sombra respira profundo y se empina en la punta de sus pies. Abre los brazos e imita el movimiento de las alas de un pájaro. Se vuelve a Yuri y sonríe. Canta:

— Dust in the wind… All we are like dust in the wind…

Yuri le toma la mano y se la aprieta.

— Por favor, no te vayas. No puedes dejarme solo. Ayúdame. Por favor.

La sombra se vuelve y le mira a los ojos. Hay en su mirada una ternura singular. Es una mirada de compasión.

— Tú. No. — Dice la sombra. Respira profundo y vuelve a imitar, con un movimiento de sus brazos larguísimos, el vuelo de un ave. — Dust in the wind… — Canta otra vez y vuelve a Yuri su rostro sonriente. Es la expresión de una chiquilla que acaba de hacer una travesura.

Por primera vez la ha visto sonreír. Tiene la sonrisa de una niña. Sus dientes son pequeños y blancos. Perfectos. Es una diosa.

— Yo voy a morir pronto. Ahora no. Ahora no puedo. No es que tenga miedo.  Es que no sé morirme ahora. — Le dice Yuri a la sombra sin preocuparse porque la muchacha lo comprenda. — Lo más probable es que no muera de la forma que deseo morir. Sería pedirle demasiado a la muerte. Sólo deseo una cosa; que Dios me dé tiempo para poner tu imagen en un lienzo.

Ella vuelve a sonreír. Con aire de inocencia.

Y como un loco, Yuri le da la espalda y sale corriendo.

Corre desesperadamente. Y grita.

— ¡No puedo! ¡No puedo! ¡No sé! ¡Yenia, por favor, regresa! ¡Ayúdame!

Y siente a su espalda, en medio de su locura, el sonido de un cuerpo que se despeña en los riscos.

 

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