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Expedientes / Archivo

 

I

Era madrugada en Moscú, y yo me congelaba sin remedio. Acostado sobre una fila de asientos de plástico, me revolvía inútilmente en busca de un poco de calor. Mierda, me dije, mientras me arreglaba el jacket de lana con que me cubría, y trataba de enroscarme un poco más sobre mí mismo. Pero ni aun así. No había sentido tanto frío ni en Manicaragua, cuando la memorable escuela al campo de mi último año en el preuniversitario. Cierto que estaba en la capital del hielo, pero aquello era, después de todo, un aeropuerto y debería haber cumplido con ciertos requisitos. Habría querido volverme microscópico y desaparecer bajo la pequeña superficie del abrigo. Pensé en abrir los ojos. Quizás había amanecido y podría levantarme y estirar los pies. Tal vez incluso la cafetería estaba abierta. Me habría gustado caminar hasta allí, sentarme a la barra y tomarme un café. ¿Se habrían despertado los demás? ¿No estarían, como yo, fingiendo que dormían? No se les sentía. Nadie roncaba, ni bostezaba, ni respiraba fuerte. ¿Seguirían allí? Me moría de ganas de saberlo, aunque no me animaba a abrir los ojos. Temía que aún fuera de noche y me quedara mucho por sufrir, muerto de frío, entumecido, helado hasta los huesos. Quería dormir, dormir de veras en un lecho caliente, no sólo estar allí acostado, aparentándolo. Si pudiera abrir los ojos y verme en Estocolmo... Si me despertara en aquel país... De Suecia se decía que era una tierra acogedora y amable, un lugar donde la gente sonríe, donde comprende quién eres y por qué has tenido que abandonar tu patria. Dicen que todo el que llega allí, se siente bienvenido. De repente, mi flujo de ideas se detuvo. ¿Lo serás tú también? Te preguntarán, sin duda, por qué dejaste Cuba. Señor Hernández, ¿por qué ha decidido abandonar su país? Terrible, me dije, decidiéndome por fin a abrir los ojos. A mi alrededor los demás cubanos parecían dormir. Cómo se las arreglaban para poder hacerlo sobre aquellos asientos duros, fríos y tremendamente incómodos, era algo que estaba más allá de mi capacidad de entendimiento. Por suerte, ya estaba amaneciendo, si la luz lechosa que atravesaba las vidrieras de la pared exterior podía considerarse luz. Sí, aquello seguramente era el amanecer de Moscú.

Me incorporé en mi sitio. Aparte de mis compatriotas, en la sala había una pareja de sudamericanos que también venían desde La Habana y que, al parecer, continuaban viaje con nosotros hacia Estocolmo. Tampoco dormían. Teniendo en cuenta que el vuelo procedía de Lima, deduje que bien podía tratarse de peruanos. ¿Serían dos miembros de Sendero Luminoso, que iban a solicitar refugio o algo por el estilo? El resto eran cubanos, como yo mismo. Después de pasarme la mano por el pelo y acomodarme en el asiento, paseé la vista por el grupo. Conté doce personas. Aparte de los peruanos, en la expedición había un matrimonio formado por una rusa de unos cuarenta años y un cubano, mucho más joven que ella. Demasiado joven, pensé, y enseguida los clasifiqué como las dos partes de un convenio de emigración. Seguramente el tipo había puesto el dinero y ella su condición de extranjera, para facilitar la salida. El porqué la mujer quería irse a vivir a Suecia, y no a su propio país, no era un acertijo difícil de adivinar. Con ellos viajaba una niña de cinco o seis años, que parecía ser la hija de la señora. Otra pareja que llamaba la atención era la de dos jóvenes –varón y hembra– que parecían hermanos. Y pudiera que lo fueran; pero lo notable en ellos era que, a juzgar por su apariencia, ambos eran homosexuales. Ella tenía acentuados rasgos masculinos, en tanto que el chico era delicado como una damisela. Durante el vuelo habían estado varias veces conversando con una mujer que hacía el viaje en solitario. La mujer, una muchacha más bien joven, de rasgos finos y expresión inteligente, no se veía, sin embargo, muy a gusto en compañía de la extraña pareja. Me parecía conocerla de algún lugar, sólo que no lograba ubicarla. Entonces la busqué con la mirada, y vi que ella también se había despertado y me saludaba con una sonrisa educada. Correspondí al saludo con un movimiento de cabeza, al tiempo que trataba de determinar si realmente la había visto antes. No parecía mala gente, por lo que decidí acercármele más tarde y tratar de conocer sus intenciones, si es que acaso no tenía reparo en compartirlas con un desconocido. Entre el resto destacaba un joven de baja estatura, delgado y rubicundo, dueño de una extraña cabeza, estrecha en sus costados y alargada hacia su parte trasera. Hablaba fluidamente el ruso y se movía por todo aquello con una desenvoltura que no dejaba de llamar la atención. Al principio pensé que era un funcionario de la embajada que regresaba a su trabajo después de unas vacaciones en Cuba. En algún momento del vuelo hasta Moscú habíamos intercambiado unas palabras. Luego, ya en tierra, continuamos el diálogo, y tuve oportunidad de comprobar que me había equivocado. El joven se llamaba Michel y hacía unos años se había graduado en Rusia, de ahí su dominio de la situación. Aunque no hablamos de los objetivos de su viaje, pude adivinar que en él tendría un compañero de aventura. Sólo que Michel sabía lo que estaba haciendo. Se veía a la legua. Al finalizar sus estudios, se había quedado en Moscú, comprando y vendiendo cualquier cosa que le permitiera vivir. Sin embargo, la enfermedad terminal del padre lo había hecho regresar a la isla, donde había permanecido varios años, reuniendo dinero para volver a salir. No había que ser muy agudo para adivinar que Michel pensaba quedarse en Suecia, y que, además, tenía claro todos los pasos a seguir. No lo había dicho en voz alta, pero cualquiera podía intuirlo.

Con relación a los demás, tenía mis dudas. ¿Andarían en lo mismo que yo? Sabía que los países nórdicos se habían puesto de moda en Cuba, pero no imaginaba que hasta el punto de que diez o doce cubanos viajaran con idéntico objetivo en aquel vuelo. Entonces recordé a Roberto, Wilfredo y el resto de los compañeros de Santa Clara. Si en una pequeña ciudad de provincia como la mía había prendido de tal modo la semilla sueca, ya se podía uno imaginar cómo sería en La Habana. No, no era extraño que se hubiera reunido allí tanta gente con el mismo propósito. Entonces ya no tuve dudas: si no todos, la mayoría de los cubanos que hacían la ruta Habana-Moscú-Estocolmo tenían la misma intención que yo, es decir: buscaban quedarse en Suecia. Por ahora, desde luego, callaban todos. Pero ya se vería cuando aterrizáramos en Estocolmo.

De repente, advertí a una pareja de mujeres que se acercaban caminando por el pasillo, del otro lado del cristal. Eran dos empleadas de la limpieza, dos aldeanas que parecían más bien salidas de un cuadro de Botero. Las vi detener el pequeño carro con sus implementos, sacar una tarjeta y abrir la puerta de la sala donde nosotros tratábamos de dormir. No me sorprendió. Desde que las vi del otro lado del cristal supe siempre que se dirigían hacia nuestra sala de espera. Una vez dentro, volvieron a cerrar la puerta y sacaron un par de escobillones del cesto de nailon adosado al carro de la limpieza. La más vieja de ellas esgrimió su escoba y se dirigió directamente al rincón donde se había instalado Michel, como si lo hubiera tenido identificado de antemano. Una vez a su lado, lo sacudió varias veces, hasta que pudo comprobar que lo había despertado del todo. Luego comenzó a pelearle. Le lanzó una andanada de palabras que él escuchó perplejo. Evidentemente, la mujer no contaba con ser comprendida, por lo que se despachó a su antojo, según me contó después Michel, usando para ello toda clase de invectivas. Se puso fatal, porque aquel flaquito cabezón se levantó y comenzó a hablar también en ruso. A juzgar por el rostro de la aldeana, Michel podía usar expresiones fuertes en aquel idioma. Por suerte, el incidente no fue a más, ya que las mujeres abandonaron pronto el cubículo destinado a los viajeros de tránsito. Concluido el episodio, el interpelado se volvió a tirar sobre los bancos e hizo como que dormía. Yo había presenciado la escena desde mi puesto, algo alejado del resto del grupo, y no podía menos que sonreír divertido ante la inopinada salida de mi compañero de viaje.

—¡Vaya modales!– sonó una voz muy cerca de mi oído. Aunque era sólo un comentario, supe que éste iba dirigido a mí y que, por lo tanto, debía replicar. Procedía de la muchacha de mirada inteligente, que se había sentado a mi lado. Evidentemente, estaba aburrida de la continua soledad del viaje, o quizás temía que la pareja de hermanos homosexuales volviera a acercársele con su charla. Tal vez, dada la proximidad del final y el delicado momento que se le venía encima, había comenzado a buscar ayuda entre los demás y me había escogido a mí como apoyo para mantener en alto la moral. Como yo también tenía ganas de intercambiar algunas frases con ella, me alegré de la oportunidad y, dedicándole mi mejor sonrisa disponible, habida cuenta de las circunstancias en que se desarrollaba la charla, le respondí:

—Bueno, tampoco se les puede pedir demasiado. ¿No les viste la cara?

—Sí –dijo la muchacha, y enseguida, usando una familiaridad que a mí me agradó sobremanera, añadió:
—Oye, ¡qué bien has dormido!

En lugar de ofenderme por tamaña injusticia, me puse el dedo en el pecho y, sin dejar de sonreír, protesté:

—¿Yo? Pues, mira, no he dormido ni un minuto. Me he pasado la noche pensando.

—¿Pensando?–repitió la desconocida, echándome una mirada cómplice– ¡Hmm! ¿Estás preocupado?

Bueno, ahí estaba, pensé. Si la pregunta no era una declaración de intenciones, pues nada en el mundo lo sería. De manera que decidí arriesgar y lanzarme a las aguas de aquella oscura laguna.

—¿Y tú no?

La muchacha apretó los labios y asintió varias veces con la cabeza.

—Para qué decirte otra cosa –dijo, y enseguida, recorriendo con la mirada al grupo, que comenzaba a desperezarse, preguntó:
—¿Qué tú crees? ¿Ellos también?...

—El flaquito cabezón, brinca  –respondí yo–. Me apuesto cualquier cosa.

—La pareja de hermanos, también –afirmó la joven.

—Bueno, ya somos cinco –dije–. Y me parece que aquí todo el mundo está por lo mismo. Empezando por los dos peruanos.

—No han dormido en toda la noche –apuntó ella.

—La guerrilla es así, siempre vigilante–comenté, intentando bromear y enseguida, tras tender la mano a mi interlocutora, mencioné mi nombre y le confesé que estaba encantado de conocerla.

—Teresita –dijo la joven– Teresita Ibarra. Mucho gusto.

—Teresita –repetí–. ¿No nos conocemos de algún lugar?

—No sé. ¿Dónde trabajas?

—En una casa de Cultura. Soy asesor literario.

—¿En Plaza?

—En Santa Clara. Soy del campo, como puedes ver.

—No lo pareces.

—Las apariencias engañan –dije–. ¿Y tú? ¿De dónde eres?

—Del Vedado. Nací en el Sagrado Corazón.

—Buen dato ese —sonreí, pensando en mi propio nacimiento– Cuando hable con mi madre, voy a preguntarle por el mío. ¿Y tú a qué te dedicas?

—Soy profesora de Literatura Hispánica.

—¡Qué casualidad! ¿Dónde das clases?

—En la Facultad de Derecho de la Universidad.

Para mí quedó claro que “la universidad” era la universidad de La Habana. Entonces le expliqué que la “casualidad” consistía en que éramos casi colegas. Yo era graduado en Literatura y Lengua inglesas en la universidad de Santa Clara, aunque en la actualidad trabajaba como asesor de un taller literario en una casa de cultura. Finalmente, le dije que yo también luchaba por crear mi propia obra.

—Es decir –dijo la joven, que de veras parecía interesada en el asunto–, que eres escritor. ¿Cómo me dijiste que te llamabas?

—Ernesto Hernández San Emeterio. ¿Has leído algo mío?

—Pues sí –dijo Teresita–, he leído Tarde en el estadio, y creo que no es una mala novela; pero me gustan más tus cuentos.

—Gracias –expresé–. No es la peor opinión que he escuchado, sobre todo viniendo de una profesora de Literatura.

—No te preocupes; no soy buena crítica. Además, no te he dicho que no me haya gustado. Creo, sencillamente, que tus cuentos son mejores. En todo caso, esto ha sido una sorpresa. No te imaginaba así.

—¿Así cómo?

—No sé –dijo ella sonriendo–. Creía que eras más viejo, más feo, más calvo, con barba, no sé.

—O sea, que soy una grata sorpresa.

Teresita movió la cabeza de un lado a otro y dijo, sin dejar de sonreír:

—Sí, podría decirse –y como si de pronto recordara algo, preguntó–: ¿Tienes a alguien en Suecia?

—Unos amigos de Santa Clara. ¿Y tú?

—Mi novio está allí.

—¿Tiene residencia?

—No. ¿Y tus amigos?

—Igual que tu novio. Están luchando por ella.

En ese momento anunciaron algo por el sistema altoparlante, y todos tratamos de escuchar. Ni se oía ni se comprendía bien, por lo que nadie, excepto Michel, pudo entender nada. De manera que nos volvimos hacia el joven delgado de cabeza extraña, buscando orientación:

—No –dijo éste en alta voz–. Es otro vuelo. Pueden seguir tranquilos, que yo les aviso.

Para esa hora, ya los demás integrantes de la expedición cubana se habían despertado y formaban varios corrillos. En general, aquel colectivo estaba en vías de constituirse en grupo. Quizás la conciencia de compartir un objetivo común, aunque éste fuera todavía un secreto, gravitaba sobre aquellos diez expedicionarios cubanos en tierras nórdicas. Cuando un rato más tarde llamaron para abordar el avión a Estocolmo, ya el grupo se había consolidado, si bien las cartas no estaban aún sobre la mesa. Nadie hablaba de la próxima llegada, ni del terrible momento de comparecer ante la Policía y recitar en voz alta la frase que estaba llamada a cambiar tu vida.

El vuelo salió con retraso. En el aparato, yo caí sentado a lado de una rusa de la tercera edad, que no podía comunicarse en otro idioma que su lengua natal. Teresita iba dos filas más adelante y a la izquierda del pasillo. El resto de los cubanos estaban dispersos a todo lo largo del avión. A pesar de que trataba de conservar la calma, yo no podía evitar el aluvión de pensamientos de todo tipo que desfilaban por mi cerebro. Me imaginaba el momento de la llegada y las frases que debía pronunciar ante el funcionario del control de pasaportes. ¿O sería antes? ¿Habría algún policía vigilando la entrada de pasajeros al edifico del aeropuerto? ¿Me exigirían mostrar el pasaporte para acceder a él? ¿Sería ése el momento propicio para entregarse? Tenía que haberle preguntado a Teresita si tenía alguna idea del asunto. Entonces recordé que no había hablado claro con ella, ni tampoco con Michel, y mucho menos con los demás cubanos. Había sido una gran tontería de mi parte, porque quizás los otros tenían información sobre lances como éste.

Cuando en la cabina se oyó la voz de la aeromoza anunciando la llegada en minutos, yo no supe si alegrarme o alarmarme más de lo que estaba. Me sentía en extremo nervioso, tanta me parecía la trascendencia del momento. Lo que ciertamente ocurría era que no me había preparado bien para la situación. Entonces dirigí la vista hacia el asiento de Teresita y clavé los ojos en su nuca. Decían que una mirada concentrada en ese punto, unida a pensamientos también concentrados sobre la persona elegida, hacían que ésta se volviera hacia el origen de la irradiación. Funcionó. O quizás se debiera sencillamente al hecho de que ella también estaba preocupada. Sí, lo vi en su mirada suplicante, en el brillo nervioso de sus ojos. En cualquier caso, a partir de ese momento me sentí mucho más tranquilo. Y me tracé una estrategia: le daría alcance en el pasillo, antes incluso de salir del avión. Luego me sinceraría completamente con ella, le confesaría de forma abierta mis propósitos, que con toda seguridad eran los mismos que los suyos, y le preguntaría si tenía alguna idea de lo que había que decir o hacer en el minuto cero. Seguramente su novio la había preparado, de alguna manera le habría contado su propia experiencia. Para mi enorme agrado, Teresita me esperó en el pasillo y me acompañó a través del túnel que conducía a la terminal. Por el camino, se mostró muy receptiva a mis preguntas, que respondía encantada en la medida de sus posibilidades. Por desgracia, éstas no eran muchas. Pero aun así, nos apoyamos mutuamente, y ambos ganamos en confianza. Ella, por ejemplo, sabía que a la entrada al edificio habría un par de policías. Allí mismo había que soltar la frase, directamente en español: “soy cubano y vengo en busca de asilo político”. Lo demás, funcionaría solo, como si cayera por su propio peso. Sólo había que dejarse llevar.

Sin embargo, para sorpresa nuestra, no había ningún policía en el sitio indicado. Al menos, no esa vez. Sólo pasillos, anuncios lumínicos, boutiques y gente, mucha gente yendo y viniendo, viajeros despreocupados que no tenían la menor idea de la enorme importancia, del alcance que para nosotros dos tenían aquellos primeros pasos en tierra sueca. Allí, en medio del flujo de personas que descendían del avión, de muchísimos aviones, nos detuvimos en seco, abrumados por el peso de la responsabilidad, desarmados, desamparados en aquel lejano, hostil y extraño punto del planeta. Y nos miramos, buscando un apoyo imposible de encontrar en el otro. Así estábamos, a punto de caer en el pánico, cuando sentimos una mano sobre el hombro, al menos yo la sentí. Sin poder evitar el sobresalto, me volví atrás. Era Michel, que como un ángel de la guarda, había venido a rescatarnos.

—¿Qué buscan? –dijo sonriente– ¿la parada de la guagua? –y enseguida, con un ligero movimiento de cabeza, agregó:
—Vamos conmigo. Yo sé dónde está.

El alivio fue enorme. Así, de repente, se me aclaraba mi futuro en Suecia. ¿Por qué no me había sincerado antes con aquel flaquito cabezón? Éste, sin perder la compostura, sin inquietarse, al menos exteriormente, nos tomó del brazo y nos condujo por el largo pasillo del aeropuerto. En un ángulo junto a una tienda de discos, esperaba, sin una sola excepción, el resto de los cubanos, más los dos peruanos que se habían unido a la empresa. Por el camino Michel nos contó que, durante su estancia de “postgraduado” en Rusia, había venido varias veces a Estocolmo para comprar pequeñas partidas de mercancía que luego vendía allá en Moscú. Todo legal, desde luego, le pareció necesario aclarar. Se sabía el camino y conocía qué había que hacer y decir para pedir asilo. Nos advirtió que, tras entregarnos, tendríamos una entrevista con la Policía del aeropuerto. Lo que allí dijéramos, había que mantenerlo siempre, sobre todo en la entrevista que solían hacerle a todo el mundo más tarde en el campamento. Ésa era la buena. En ella, o más bien a partir de ella, se concedía o se negaba la residencia.

—No se trata de decir mentiras –dijo Michel–, pero un poquito de sal y pimienta nunca viene mal. Por lo demás, cada cual debe arreglárselas como pueda.

Y, deseándonos suerte a todos, nos invitó a seguirlo hacia el otro extremo del aeropuerto. Tras él se puso en movimiento la tropa formada por los diez hermanitos cubanos y los dos primos del Perú, que se habían incorporado definitivamente al grupo. Tras la batuta magistral de Michel, la docena de recién llegados caminó por el infinito pasillo de la terminal. Yo avanzaba junto a Teresita, impresionado por las luces y el arreglo de las boutiques del área de free-shop que franqueaban el corredor central. Alternándose con las puertas de salida y las cafeterías, a derecha e izquierda proliferaba una infinidad de tiendas repletas de vistosas mercancías e iluminadas con luces de colores, atendidas por dependientas casi siempre rubias, altas y esbeltas. Así seguimos hasta el extremo del pasillo, donde descubrimos una escalera eléctrica, que abordamos de uno en fondo, siempre precedidos por Michel. Al llegar al piso inferior, nos dimos de bruces con la inexpugnable frontera que guardaban los inspectores de Inmigración. Era el final del paseo. Allí, cerrando el paso a los viajeros, se erguía una media docena de garitas, en cada una de las cuales trabajaba un individuo uniformado. Ante ellas, la gente hacía cola para mostrar el pasaporte.

—Aquí es la cosa –dijo Michel, al tiempo que se detenía. Yo, que venía conversando con Teresita, tratando de descargar los nervios, levanté la vista y choqué con la imponente imagen de aquella suerte de barrera para el control de la entrada de extranjeros al país. Impresionado por la imagen de las autoridades en acción, sentí un estremecimiento momentáneo, aunque pude disimularlo y sobreponerme a él. Mientras tanto, Michel se movió rápidamente hacia una de las garitas y se plantó en la cola. Automáticamente, los otros once integrantes del grupo nos alineamos tras el pequeño sujeto que nos había guiado hasta allí. Pronto las colas vecinas se hicieron pequeñas, y los policías que las atendían reclamaron al grupo de recién llegados que nos distribuyéramos parejamente ante ellos.

—¡Qué va! –dijo en voz alta la integrante femenina del dúo de hermanos invertidos– A mí hay que matarme aquí detrás de este hombre.

Y señaló a Michel con la barbilla. Allí se quedó, prendida a su salvador. Sobrevino un minuto de indecisión y dudas, tras el que yo, muerto de vergüenza y nervios, tomé a Teresita del brazo y me dirigí con ella hacia una de las casetas contiguas.

—Total  –dije con un suspiro de resignación–, que sea lo que sea.

Cuando tocó mi turno, en la otra garita aún no habían llamado a los cubanos. Yo quise tener un gesto caballeroso con mi compatriota y pensé en cederle el paso; pero luego me dije que lo menos que deseaba la dama en aquel momento era enfrentarse antes que yo al policía de fronteras, por lo que me ofrecí para inmolarme el primero. De modo que tomé mi pasaporte en la mano derecha y, haciendo un gran esfuerzo para que no me temblara entre los dedos, lo coloqué sobre la tablilla que tenía ante mí. Entonces, mirando a los ojos claros e inexpresivos del hombre rubicundo que tenía delante, dije en inglés, en el más claro inglés que era capaz de articular:

—I'm coming from Cuba and I want to ask for political asylum in Sweden.

El hombre, que evidentemente estaba acostumbrado a aquellos trajines, me devolvió la mirada, observó un momento mi pasaporte y preguntó:

—Excuse me, did you say political asylum?

—Yes, I did– dije firmemente.

—OK, take a seat and wait a while, please –y colocando el pasaporte a un lado, señaló un banco de madera que estaba adosado a una de las paredes del recinto.

Cuando todos hubimos pasado el primer trago amargo, nos reunimos alrededor del banco. Allí, entre risas y bromas sobre el control de inmigración sueco, los cubanos volvimos a disfrutar de un rato de alivio. Era, desde luego, un alivio relativo, porque de vez en cuando alguno de los presentes recordaba que estábamos en poder de la Policía, y que aquel era el momento más peligroso.

—Es verdad –confirmó Michel–, al que no lo deporten ahora, ya puede decir que se ha quedado en Suecia.

Esta vez, nuestro improvisado asesor se equivocaba. Ni él ni nadie podía saberlo entonces; pero el futuro se encargaría de demostrar lo contrario. En cualquier caso, sus palabras nos ayudaron a sentirnos un poco más tranquilos. Así, en aquella atmósfera cambiante entre la tensión y el relajo cubano, estuvimos esperando durante un par de horas. Por fin, como surgido del aire, ante nosotros se presentó un hombre vestido de paisano que nos saludó en un español muy rudimentario. Era un individuo alto, de cara angulosa y expresión severa. Su mirada, como parecía ser norma en el país, era también hermética. Traía en la mano una carpeta de cartulina, de la que extrajo varias hojas escritas a máquina. Me di cuenta que ya éramos un listado de nombres, apellidos y países de procedencia. Mientras estuvo estudiando sus papeles, el individuo apenas nos dedicó alguna que otra vez una mirada breve. Tampoco sonreía, como dando a entender que no estábamos en presencia de ningún guía turístico. En general, enseguida quedó claro que el sujeto no tenía la menor intención de resultar simpático, amistoso, o tan siquiera amable. Aunque iba de civil, se veía que era un oficial de Inmigración. Aquel oficial se paró, pues, ante nosotros y, después de habernos recorrido con la mirada de arriba abajo y de un extremo a otro, pasó rápidamente lista al personal. Luego se hinchó como un gigante frente a unos liliputienses de pacotilla, y nos volvió a fulminar con sus ojillos grises. Cuando parecía que iba a aplastarnos como a insectos, el hombre levantó su mano derecha y esbozando con ella un gesto abarcador, ordenó en inglés:

—¡Ustedes, síganme!

Y enseguida abrió una puerta lateral y nos condujo por una serie de pasillos hasta una habitación repleta de equipaje. Entonces, volviéndose hacia mí, dijo, siempre en el mismo tono de orden militar:

—¿Son sus maletas?

Sí, lo eran. Cada uno de nosotros cogió la suya y todos nos quedamos mirando al hombre, esperando la siguiente orden, que no tardó en llegar:

—¡Pasen al elevador, por favor!

Luego, tomando la maleta de la rusa, echó a andar hacia el ascensor. Yo me apuré en ayudar a Teresita, que, además de ser mujer, parecía más cansada que los demás, incluso que la rusa, y de un solo viaje cargué mi propia maleta y la suya.  Los dos hermanos se ayudaron mutuamente, y la mitad del grupo entró y se acomodó como pudo en el inmenso elevador, que se hizo pequeño ante la media docena de pasajeros con su correspondiente equipaje trasatlántico. No bien el ascensor estuvo lleno, el oficial marcó un piso, dijo que lo esperaran arriba y se quedó parado en el pasillo, junto a la puerta. Cuando todos nos hubimos reunido en el sitio indicado, el oficial nos condujo por otro pasillo hasta una habitación que a todas luces era una habitación de espera, y nos invitó a tomar asiento.  Luego salió y cerró la puerta tras de sí. Por suerte, no volvimos a verlo. Yo ocupé un sitio junto a la ventana y contemplé a Suecia desde la altura donde se ubicaban los locales del servicio de Policía del aeropuerto. Todo se veía pulcro y ordenado, todo bien dispuesto, como si el aeropuerto y sus áreas exteriores hubieran sido construidos recientemente y aún tuvieran fresca la pintura. Era una pena que la Naturaleza no pusiera de su parte. La segunda mitad de mayo no parecía ser un tiempo demasiado cálido en Estocolmo, a juzgar por el tono opaco de los campos que se veían en lontananza, o por el cielo  cerrado y gris, totalmente cubierto de nubes bajas. En el avión habían dicho que la temperatura del aire era de once grados sobre cero. No estaba tan mal, pensé, observando el parking con sus cientos de coches lustrosos, y las marcas cuidadosas y blancas sobre el pavimento. Realmente podría hacer más frío, teniendo en cuenta la posición del país en el extremo norte de Europa. Entonces descubrí en la pared de enfrente un mapa de la península escandinava y me puse a estudiar su relieve y la ubicación de lo que parecía ser Estocolmo, disperso sobre un montón de islas. Mientras tanto, en el grupo se había instalado definitivamente una cierta atmósfera de distensión. Acaso pensáramos que teníamos derecho a ella, que ya habíamos sufrido bastante. El relajo lo iniciaron, por supuesto, los hermanos homosexuales, y en particular la mujer, que se puso a contar entre risas lo nerviosa que había estado cuando el policía de la garita le preguntó por el motivo de su viaje a Suecia. Pensé que habría sido magnífico si en un mismo sitio se hubiera podido mezclar el carácter alegre de nuestra gente y el espíritu de orden y concordia que se respiraba en aquel país. Deseché la idea por tonta, ingenua e incompatible con la realidad de las cosas, y me concentré en la espera, en los argumentos y respuestas que debía exponer en la inminente entrevista.

Entonces levanté la vista y busqué a Teresita, que no podía disimular su estado de ansiedad. Michel, en cambio, se veía tranquilo. Así de sencillo, había dicho el muy puñetero, si pasas esta entrevista, ya tienes vencida más de la mitad del camino. Exageraba, desde luego. Que se supiera, allí no se repartían residencias a diestra y siniestra, como podía inferirse de su explicación. Pero en lugar de abundar en pensamientos negativos, me propuse ver las cosas desde un ángulo un poco más positivo.

Recordé el día que en el parque Vidal me dijeron que en Suecia estaban dando asilo a los cubanos que llegaban a su territorio. Me pareció extraño que un país tan lejano y diferente hubiera sido escogido como destino por los compatriotas que trataban de salir de Cuba. Pero a pesar de resultarme extraña, la idea me gustó inmediatamente. Además, no era Miami, y quedaba la esperanza de conquistar a María Elena para que más tarde me siguiera. Por otra parte, siempre me había sentido atraído por Europa, por su diversidad de países, su vida culta y sus monumentales ciudades, repletas de museos, teatros e historia milenaria. Y Suecia, de repente, me resultó atractiva. Había oído hablar del país nórdico como de una tierra de paz y bienestar, donde habitaban unas gentes rubias y taciturnas que al parecer resultaban descendientes de los antiguos vikingos o de los bárbaros germanos. Sabía también que era un país neutral, con un altísimo nivel de vida y una absoluta tolerancia sexual. Me imaginaba a las mujeres tomando el sol desnudas en cualquier parque de las afueras, y a los hombres conduciendo un Volvo repleto de pequeñas cabecitas blancas, poniendo rumbo al sur para pasar el verano con su familia en las playas cálidas de España. Conocía eso y, además, que un tiempo atrás la embajada sueca en La Habana había ofrecido una recepción, a la que invitó a connotados activistas de los movimientos por los derechos humanos en Cuba y a algunos dirigentes de los ilegales partidos de oposición. Esto había servido para que el gobierno cubano emitiera una nota de protesta, y el sueco suspendiera el envío de ayuda económica para el desarrollo de las ciencias en el país. Pero esos sucesos los había seguido de lejos, como seguía tantos otros asuntos de la política exterior cubana, cuyo errático derrotero de puerta en puerta a la caza de dádivas me había parecido siempre indigno. Entonces entendí el porqué de ciertas cosas. Y hasta encontré lógico que, tras el rifirrafe, algún compatriota cambiara la balsa por el avión y descubriera un destino alternativo para la diáspora. Yo, sin embargo, nunca tuve muy claro cómo era que funcionaba aquella nueva ruta. Nunca hasta aquel día en que la chilena que estaba parando en casa de Arnulfo se dejó caer por el parque Vidal y nos habló de lo fácil que resultaba para los cubanos recibir asilo en Suecia. De entrada, no se requería de visa, dijo. Luego, como si sólo estuviera compartiendo información, dejó caer que con ella se podía “conseguir” la invitación indispensable para la salida “temporal” del país. Ese día decidí tragarme mi orgullo y escribirle a mi abuelo y mis tíos para que me ayudaran con el dinero necesario para pagar la invitación de la “amiga” chilena y el pasaje hasta Estocolmo. Por suerte, abuelo respondió...

De repente, la puerta del pasillo se abrió para dar paso a otro funcionario del aparato de Inmigración, dueño también éste de una indiscutible cara de policía de fronteras. Tras recorrer a los presentes con una mirada de rastrillo, preguntó si alguno de los allí reunidos podía hablar inglés. Teresita y yo levantamos la mano y el oficial pidió que lo siguiéramos. Antes de salir, acordamos vernos allí en la habitación de espera al término de la entrevista. Caminamos tras el hombre por un pasillo largo, bien iluminado y de muchas puertas. Súbitamente, el policía se detuvo junto a una de ellas, la abrió con un movimiento suave y le franqueó la entrada a Teresita. Luego pasó él. Dentro del pequeño cubículo, una mujer se levantó de su puesto y se aprestó a recibir a la visita. Enseguida el hombre salió y me invitó a entrar en la habitación aledaña. A continuación entró él, cerró la puerta y me ofreció asiento frente a un buró cuyo elemento más sobresaliente era la computadora personal que había sobre un satélite inmediato. Cuando se hubo sentado, el sueco me observó unos segundos con una mirada indescifrable. Sus ojos cenicientos parecían estar advirtiéndome que me preparara, que aquel combate sería en serio y se verificaría hasta la victoria o la muerte. Contrariamente a lo que yo hubiera imaginado, el funcionario no usó la computadora, sino que tomó un papel y una pluma y me preguntó mi nombre.

—Ernesto Hernández San Emeterio.

Entonces sacó el pasaporte cubano y simuló estudiarlo.

—¿Ocupación?

—Escritor.

—¿Escribe libros?

—Sí.

—¿Qué tipo de libros?

—Novelas, cuentos. Narrativa, en general. A veces también colaboro con los periódicos.

El hombre anotó mis respuestas en el papel que tenía ante sí. Alargué la vista para ver si podía comprender algo; pero, además de que la distancia no me lo permitía, pude apreciar que estaba escribiendo en sueco. Con sus próximas palabras, el policía entró en materia.

—¿Por qué pide asilo político en Suecia?

Por el frío glacial con que fue formulada, parecía que la pregunta acababa de llegar volando desde polo Norte. No podría decir que no la esperaba; pero igualmente sentí una conmoción interior. Traté de que no se me notara, sobre todo que mi voz no temblara, y contesté:

—Mi integridad física corría peligro en mi país.

—Explíquese mejor.

Entonces hablé de los últimos años vividos en Cuba, de mis libros prohibidos por la censura del Ministerio de Cultura y de las declaraciones que hiciera a un periodista norteamericano sobre el estado actual de las artes en Cuba y la falta de libertad que sufrían los creadores en el país. Le hablé de mi militancia en el "Movimiento de escritores libres" y del círculo de estudios sobre la sociedad cubana que se reunía en casa de Roberto y que había sido denunciado por el presidente del Comité de Defensa de la cuadra del gordo...

—¿Ha estado preso? –preguntó el hombre con el mismo tono gélido de antes.

—Una vez —mentí, con permiso del oficial. Esa era la sal de la que había hablado Michel.

—¿Dónde?

—En Villa Marista –dije, y ahí estaba la pimienta. Que me perdonara el señor policía; pero el combate era a vida o muerte, y yo no podía andarme con paños calientes. Observé la inescrutable expresión de su rostro y me pregunté si sabría qué era aquello. Entonces decidí aclarárselo—: Esa es la sede de la Seguridad del Estado en Cuba.

—¿Cuánto tiempo?

—Once días.

—¿Tiene constancia de eso?

Evidentemente, el tipo no era bobo. Como yo tampoco lo era, lo miré muy serio a los ojos y dije:

—No me dieron ninguna carta de recomendación, si eso es a lo que usted se refiere.

—¿Fue condenado?

—No, no hubo juicio.

—¿Por qué?

—No sé –dije– Cuba no es un estado de derecho. Los ciudadanos no reciben explicaciones de parte de los órganos represivos. La policía siempre puede arrestarte si entiende que constituyes un peligro para la sociedad.

—¿Por eso pide asilo?

—Sí.

—¿Y si se lo niegan?

Pensé en la posibilidad y sentí como si una criatura inmunda me estuviera mordiendo el vientre y sacándome las tripas al aire.

—Eso sería muy malo para mí.

—¿Qué haría si el gobierno sueco decide enviarlo de retorno a su país?

No iría, pensé decir, pero me contuve. Permanecí en silencio unos segundos, cavilando. Quizás estuve en aquella actitud mucho más tiempo que unos segundos, pero por fin moví la cabeza en señal de negación y dije:

—No sé. Yo no puedo volver.

—¿Estaría dispuesto a renunciar a su pasaporte?

—No me gustaría hacerlo —respondí, pensando en que de veras no me atraía la idea de dejar de ser cubano.

—¿Aun si fuera completamente necesario para recibir la residencia?

—No sé –reconocí– Tal vez en ese caso lo analizaría.

El inspector calló. Durante varios minutos estuvo escribiendo algo sobre el papel. Luego levantó la cabeza y me preguntó si tenía familia.

—Mi mujer, que tiene problemas con la maternidad –respondí, tratando de descifrar alguna señal en el rostro impasible del oficial– Ha malogrado dos hijos.

—Es todo –dijo el hombre, colocando la pluma sobre la hoja de papel en que había realizado las anotaciones. Yo lo miré sorprendido, ¿sería posible que ya mi destino estuviera decidido de veras?  No pude contenerme y, mirando fijamente a mi interlocutor, pregunté:

—¿Pudiera usted decirme qué posibilidades tengo de recibir asilo en Suecia?

—No sé –dijo el oficial con voz firme, aunque sin ninguna entonación especial– Eso no lo decido yo.

Yo quería al menos saber cuál sería mi destino inmediato, ¿iría a los campamentos que decía Michel, o me colocarían en un asiento en un avión de vuelta? Y olvidando cualquier tipo de cautela, pregunté directamente:

—¿Podría decirme al menos, qué van a hacer conmigo?

El policía no respondió. De una gaveta del buró sacó un fichero de plástico, colocó dentro la hoja que había llenado con la entrevista y escribió algo en un papel aparte, que pegó luego en la carátula del file. Después se puso de pie y una contracción casi imperceptible de sus labios hizo aparecer la sombra de una sonrisa. Sólo entonces dijo, mientras me invitaba a salir de la habitación:

—No se preocupe. Todo está en orden. 

 

 

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