Cuando el equilibrista está sobre la cuerda floja, no pertenece a parte alguna.
No está en tierra, pero tampoco en el vacío.
Todo él se equilibra en un punto neutro entre el caer y el permanecer.
Cuando está sobre la cuerda floja, el equilibrista es solo su equilibrio, no
existe.
Al momento de terminar su trabajo, el editor tampoco.
El
editor es sin dudas la figura menos querida de todas las que se mueven en torno
al libro como objeto cultural:
• Lo odia el autor por entrometerse en su creación,
atreverse a señalar defectos en ella, incluso pretender con osadía intolerable
que haga cambios o reescriba determinados pasajes. ¿Quién se cree este tipo que
es?
• Lo odia el dueño de la editorial porque le cobra por
hacer un trabajo que él mismo (el dueño, claro) está seguro que podría hacer si
se lo propusiera y, además, hay que aguantarle esas poses de especialista que se
las sabe todas. ¿Pero de dónde rayos habrán sacado a este tipo?
• Lo odia el diseñador porque tiene el descaro de indicarle
qué colores o ilustraciones usar, cómo redistribuirlos mejor en los espacios, de
modo que el diseño se corresponda con el contenido, la forma del texto en
cuestión y con el estilo de la colección dentro de la cual se insertará. ¿Qué
sabe este tipo de arte para venir a dar órdenes?
• Lo odian el diagramador y el corrector por su desmedida
exigencia y detallismo: que si esta coma, que si un párrafo francés, que si el
hundimiento de esta cita sangrada, que si la cursiva con 30% de bold… ¿Y este
tipo no tendrá cosas mejores de qué ocuparse?
• Y
finalmente lo odia el lector con el más fulminante y terrible de los odios: el
olvido. Cuando el libro está terminado y es un rotundo pedazo de realidad que
hace señas desde un anaquel, conserva marcas muy claras del trabajo del autor,
el impresor, el ilustrador, el diseñador, el diagramador y el corrector. Pero el
editor se ha esfumado: ningún detalle indica objetivamente su presencia porque
esa presencia está dispersa en la totalidad del libro. Y este tipo, ¿por qué
aparece en los créditos?
Para
ganar en precisión, sería correcto comenzar declarando qué no es un editor.
Contrario a lo que piensa la mayoría de las personas entre nosotros, incluidas
algunas de no poca preparación y representatividad:
• Un editor no es el dueño de una editorial ni menos un
impresor.
• Un editor no es el autor del libro, aunque ese autor lo
haya publicado con sus recursos.
• Un editor no es un corrector. Aunque alguien pueda ser al
mismo tiempo un magnífico editor y un magnífico corrector, tal dualidad no es
frecuente. La operación de editar un texto exige maneras de leer completamente
distintas a las que exige la acción de corregir ese mismo texto.
• Un editor no es un diseñador gráfico.
• Un
editor no es un diagramador de textos.
Quizás la
definición más pobre pero también más certera del editor sea: un profesional
altamente especializado cuyo trabajo consiste en dirigir la ejecución de los
diversos pasos en el proceso que convierte un original al código del texto
impreso. Es decir, el editor es un especialista que articula creadoramente el
trabajo del autor, del corrector, del ilustrador, del diseñador, del diagramador
y del impresor para lograr que el producto final posea una armonía y una
coherencia de discurso que pongan al texto (ahora convertido en libro) en
condiciones de ingresar al mercado, dialogar con los lectores y con el resto de
los libros impresos. Como se ve, y salvando las distancias de objeto y
procedimientos, el trabajo del editor no es muy diferente al que realiza el
director de cine, solo que menos perceptible y, sobre todo, menos prestigioso.
¿Será también menos creador?
En serio, no lo creo. Reconozco que hay diferentes tipos de
edición: no es igual la edición de un libro de textos que la edición de una obra
literaria; no exigen la misma creatividad ni ofrecen la misma libertad para la
imaginación la edición de una investigación científica que la de un poemario.
Pero, en cualquier caso, el libro es un lenguaje híbrido, en el que participan
códigos verbales y no verbales que son manejados por varios especialistas.
Integrar esos códigos y que el resultado sea significativo requiere de gusto,
imaginación, sólida y actualizada preparación cultural, pensamiento organizado,
flexibilidad y amplitud mental, capacidad para trabajar en equipo, además de
conocer aquellos elementos, reglas, principios, etc., que forman el bagaje
cognoscitivo del universo editorial, tan especializado como el de cualquier otro
oficio.
Súmese a todo esto que, en tanto trabaja con y dirige a
especialistas diversos, el editor necesita de un prestigio intelectual y social
que apoye sus opiniones durante el proceso y logre que autor, ilustrador,
diseñador, diagramador, corrector e impresor crean en él. Si alguien considera
que juntar todo esto en una persona resulta fácil, entonces lo invito a que
pruebe y después me cuente su experiencia. De la mía he extraído las reflexiones
siguientes, que están referidas fundamentalmente al trabajo del editor de
literatura.
¿Por qué
es tan difícil encontrar un buen editor de literatura? Porque un buen editor de
literatura precisa que se junten muchos y muy diferentes “poquitos” en una sola
persona. Como algunos de esos “poquitos” resultan de la integración de
competencias y capacidades específicas, que a veces no son fáciles de
identificar, trataré de apuntar a partir de procedimientos concretos hacia los
formantes psicológicos, personológicos, sociales y actitudinales que precisa un
buen editor literario. Así:
• Un editor no es por necesidad un crítico literario, pero
necesita estar actualizado acerca de las herramientas que emplea la estimativa
literaria de su momento, los procedimientos de análisis en boga y las diferentes
tendencias críticas que actúan en su presente. Es decir, debe moverse tanto en
el eje de la diacronía (para conocer la tradición literaria en la cual se
inserta su trabajo), como en el de la sincronía (para conocer la situación
exacta del canon literario y los factores de conservación y ruptura que sobre
este operan en ese instante). No se olvide que el editor tiene la enorme
responsabilidad de decidir cuándo un original es publicable o no, en atención a
su calidad literaria, a su oportunidad dentro del mercado y a su pertinencia
según cierta política editorial o según determinada línea de colección.
• Un editor no es por necesidad un teórico de la
literatura, pero precisa estar actualizado en torno a la epistemología, las
escuelas fundamentales y los principales postulados teóricos en boga sobre el
hecho literario. Esto es pertinente no solo en el caso de la Teoría Literaria y
en el caso de la Estética, sino también en el caso de disciplinas específicas,
como pudieran ser la Narratología, la Poética, etc. No debe perderse de vista
que el editor ha de ser capaz de examinar las interioridades conceptuales y
técnicas del texto, de introducirse en el laboratorio creativo del autor, para
identificar los principios, la lógica creadora y las herramientas fundamentales
con que fue construido el texto.
• Un editor no es por necesidad un escritor, pero sí
requiere conocer los principios de la creación artística, los complejísimos
elementos objetivos y subjetivos que participan en el acto creador, así como la
ética que debe acompañar toda intervención en una obra ajena. Para todo esto se
necesita mucha comprensión y un pensamiento dúctil, que es la única forma de
conducir a buen puerto las siempre espinosas relaciones de amor-odio que se
entablan entre todo buen autor y todo buen editor. Hay algo que un autor
difícilmente perdonará a su editor: la oportunidad que este último tiene de
mirar hacia su texto con una distancia y un ojo crítico que a él (al autor) le
están vedados. Quizás este sea el momento en que el trabajo del editor literario
resulta más delicado porque tiene la obligación de acercarse al texto ajeno no
para preguntarse cómo él lo habría escrito de haber sido el autor, sino para
determinar qué objetivo consciente o inconsciente se planteó el autor, qué
lógica de desarrollo empleó, qué procedimientos puso a funcionar e, imbuido de
todo ese conocimiento, evaluar en qué momentos del texto tal lógica y tales
procedimientos funcionan y en qué momentos no, demostrárselo al autor y
motivarlo para que él (el autor y solo el autor) haga los cambios pertinentes.
• Un editor no es por necesidad un lingüista, pero sí
precisa conocer la lengua como sistema, como herramienta viva para la
comunicación y como instrumento cultural por medio del cual los seres humanos
organizan su pensamiento y otorgan sentido a su relación con la realidad. El
editor tiene que conocer a fondo la Gramática, la Sintaxis y la Ortografía de la
lengua, pero (contrario a lo que muchos parecen creer) no para imponer reglas
inflexibles ni para esclavizar el acto creador a una norma cristalizada e
inmutable, sino para acercarse con más posibilidades de comprensión a ese acto
de innovación y ruptura que dentro de la lengua debe ejecutar toda literatura
que se respete. El editor no puede olvidar que la literatura se hace a partir
del habla con que los seres humanos concretos viven su día a día, a partir de
los innumerables registros que alientan y cobran razón de ser al compás de los
vaivenes sociales, no siguiendo los preceptos y las reglas que tan celosamente
defienden las academias y los gramáticos con ínfulas de dictadores.
• Un editor no es por necesidad un diseñador gráfico ni un
especialista en artes plásticas, pero sí está obligado a conocer los principios
y las reglas del diseño, las características de los softwares para la
diagramación, las funciones específicas de los códigos verbales y no verbales,
así como las posibilidades de articulación que estos ofrecen. Y no solo porque
el editor necesita una base de conocimientos que le otorgue autoridad para
dialogar con el diseñador y el diagramador, sino porque tales conocimientos le
ponen en condiciones de evaluar qué discurso gráfico pudiera acercarse más a la
personalidad del texto y a los objetivos del futuro libro, manera exclusiva de
garantizar la coherencia del proceso que va desde la evaluación del original
hasta su materialización como libro.
• El
editor no es por necesidad un impresor, pero su trabajo nunca estará completo si
desconoce las técnicas, los procesos y los equipos con los cuales se realiza la
impresión de un libro, incluso los rangos de costos que rigen en el área de
impresión. ¿Cómo puede alguien planear un libro si no tiene una idea de qué
posibilidades le ofrece la infraestructura material y humana que hará realidad
su proyecto? ¿Cómo sabe que no está pidiendo algo imposible, que no está
entorpeciendo el proceso, que no está desaprovechando oportunidades de hardware,
software y mindware a través de las cuales se podría enriquecer el discurso
híbrido que es todo libro impreso? Imagínense a un director de cine que no tiene
idea de las posibilidades que ofrecen las luces, las cámaras, los colores, el
montaje, la postproducción, etc., ¿cómo podría dirigir con propiedad el equipo
bajo su mando? Igual ocurre con el editor.
Quizás a alguien le parezca difícil juntar todos estos
“poquitos” y algunos otros que seguramente he olvidado. Por eso los buenos
editores de literatura no aparecen todos los días, igual que no aparecen todos
los días los buenos escritores, cineastas, ingenieros espaciales, periodistas,
etc. Por eso sostengo que editor no es cualquiera que se lo propone o que odia
las matemáticas y se ve obligado a buscar un trabajo donde no tropiece con
ellas; sostengo que el buen editor requiere de un talento especial, lo mismo que
requieren de un talento especial el escritor, el cineasta, el ingeniero
espacial, el periodista, etc. Por eso a ser buen editor no se enseña en un aula,
el oficio requiere de competencias profesionales que han de sistematizarse con
el trabajo: a editar se aprende mirando cómo lo hacen los demás y editando uno
mismo. Por eso los editores suelen llegar a ser realmente buenos luego de pasada
cierta edad y de haber acumulado una experiencia importante.
Lo verdaderamente terrible en todo esto es que tanto
esfuerzo y tanta preparación conducen al anonimato. Así como lo oye. Una vez
impreso el libro, el autor lo vuelve a leer y ya no recuerda lo mucho o poco que
le ayudó el editor, cuando suspira con satisfacción: “Esta vaina sí que me quedó
bien escrita”. El diseñador agacha la cabeza para que no se le vea la vanidad
estimulada por la frase: “Te la comiste, ¡qué libro tan lindo has hecho!” El
diagramador pone voz de profesional absoluto para ufanarse: “En ese libro no hay
una viuda ni una huérfana”. El corrector hace del reto su mejor arma: “A ver,
pago mil pesos por cada errata que encuentren en el libro”. El impresor,
enamorado de la nitidez y la belleza del trabajo, pone su teléfono en los
créditos del libro para atraer el mercado. El dueño de la editorial extiende la
mano y cuenta los cuartos de su ganancia. ¿Y el editor? Bien, gracias: se le ve
por allá, solo y extraviado en sí mismo, como esos viejitos que nos miran con
ojos vidriosos e inútiles desde los balances en los ancianatos.
Como es
usual en mí, he hablado (en este caso escrito) demasiado. Da miedo admitir que
toda esta larga monserga podría resumirse en una frase tan corta como la
siguiente: si usted imaginó que para ser editor bastaba con aprenderse de
memoria y aplicar ciertas reglas ortográficas y ciertas normas editoriales, se
equivocó. O, como se diría en buen dominicano: usted se guayó, compadre.
______________
*Texto
leído en el coloquio “Qué es y cómo trabaja un editor”, realizado el 29 de
abril de 2007 en el Museo de Arte Moderno de República Dominicana, como parte
de la x Feria Internacional del
Libro de Santo Domingo.
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