¿Quién mejor que Martí, que ya en 1888 atesoraba la experiencia del largo peregrinar por varios países, amén de ocho años de rigores neoyorkinos, para comprender el desgarramiento herediano y su tan censurada debilidad? Su infortunada carta a Tacón de 1836 y su breve estancia en La Habana, enfermo y desalentado, fue asumida con excesiva dureza por algunos de sus contemporáneos.
Conocidas resultan las críticas de Delmonte, que debieron serle muy amargas a Heredia, por la amistad que mediaba entre ambos. A estos jueces, erguidos sobre el dolor ajeno, los anatemiza Martí de modo concluyente cuando describe la agonía del poeta, “[...] muerto al fin de frío de alma, en brazos de amigos extranjeros, sedientos los labios, despedazado el corazón, bañado de lágrimas el rostro, tendiendo en vano los brazos a la patria. ¡Mucho han de perdonar los que en ella pueden vivir a los que saben morir sin ella!” 3
A medida que se adentra en la valoración de la obra poética, destaca Martí la autenticidad de ese talento superior, que funda su propio modo de expresión a la vez que lega a las letras continentales cauces nuevos para el lenguaje poético.
No pasa por alto el Maestro los momentos desiguales de su obra, aquellos en que no afloran el vigor y la perfección de sus mejores piezas. Sin embargo, ellos no anulan la singularidad y fuerza propias que expresan esos versos, plenos de autenticidad y marcados por el sello de “lo herédico”, esa cualidad intrínseca de la obra del poeta, que la hace, sobre todo a la luz del presente, distinguible no sólo a nivel de la poesía cubana decimonónica, sino a escala continental:
“Lo que es suyo, lo herédico, es esa tonante condición de su espíritu que da como beldad imperial a cuanto en momentos felices toca con su mano y difunde por sus magníficas estrofas un poder y esplendor semejantes a los de las obras más bellas de la Naturaleza. Esa alma que se consume, ese movimiento a la vez arrebatado y armonioso, ese lenguaje que centellea como la bóveda celeste, ese período que se desata como una capa de batalla y se pliega como un manto real, eso es lo herédico [...] El primer poeta de América es Heredia. Sólo él ha puesto en sus versos la sublimidad, pompa y
fuego de su naturaleza. Él es volcánico como sus entrañas, y sereno como sus alturas”. 4
En el discurso que pronuncia en Hardman Hall el 30 de noviembre de 1889, reitera Martí su condición de continuador de la trayectoria libertaria que iniciara Heredia, con quien aún estaban en deuda los cubanos de entonces, pues la obra de amor y redención que él iniciara continuaba inconclusa.
Sabido es que la velada homenaje celebrada esa noche, en la que el Maestro pronuncia esta pieza oratoria fue organizada con el propósito de recaudar fondos para situar una placa en la calle donde se encontraba la casa natal del poeta así como adquirir y restaurar dicha vivienda, y que cubanos residentes en la Isla pidieron colaboración a Martí para llevar adelante tan noble empeño.5
Su evocación de Heredia aquí, como corresponde a la oratoria, es mucho más apasionada y ardiente, al punto de nutrirse, en su afán evocador del poeta, que es visto aquí en su calidad de demiurgo, de hacedor, de recursos propios del romanticismo más ortodoxo, lo cual significa, además, asunción de los códigos que le fueron más caros al autor del “Himno del desterrado”:
“[...] yo no quiero para mí más honra, porque no la hay mayor, que la de haber sido juzgado digno de recoger en mis palabras mortales el himno de ternura y gratitud de estos corazones de mujer y pechos de hombre al divino cubano, y enviar con él el pensamiento, velado aún por la vergüenza pública, a la cumbre donde espera, en vano quizás, su genio inmarcesible, con el trueno en la diestra, sacudida la capa de tempestad por los vientos primitivos de la creación, bañado aún de las lágrimas de Cuba el rostro.” 6
Esa voluntaria asunción de los códigos románticos está dirigida a la construcción de una imagen violenta, atormentada, del poeta que vela desde la omnipotente y omnipresente eternidad, por el cumplimiento de los sueños y propósitos que lo sostuvieron en vida.
No se trata sólo de erguir, con perfección literaria evidente, un retrato conmovedor del poeta rebelde, a quien se le rinde sincero homenaje, sino de apelar a la conciencia de un receptor colectivo, compuesto por emigrados cubanos, que deberá sentirse culpable por no haber concluido la obra de la independencia, con lo cual hallaría paz y descanso el juglar insomne.
Asistimos aquí a un caso excepcional de intertextualidad poética. Martí, que comienza enjuiciando la vida y la obra heredianas, desde la perspectiva del crítico, en la que es posible distinguir los límites entre su discurso y el verbo herédico, va siendo permeado por éste de modo tal que las voces se funden.
Es esto posible porque “[...] la intertextualidad poética escribe un discurso en el que la línea divisoria no se observa, la fusión es completa, no existe jerarquía tutelar, la voz del autor analizado penetra en la voz del autor analizante y se logra entonces un verdadero dialogismo poético provocador de un nuevo y único discurso [...]” 7
Cuando el lector se adentra en las páginas estremecedoras de esta pieza oratoria, descubre que forman parte del homenaje al poeta no sólo la rutilante prosa, ricamente labrada en metáforas e imágenes, plenas de color y contrastes, de plasticidad y dinamismo, que dan lugar a esa martiana capacidad de suscitar en el receptor efectos cinéticos peculiares, que existen y cobran vida en el acto de la lectura, o, como ocurrió en este caso, de la escucha.
La ofrenda de Martí se trasluce, además, en la irrupción, tal vez involuntaria, tal vez consciente- no olvidemos su extraordinaria talla lírica- , de versos octosílabos y endecasílabos en medio de un párrafo laudatorio , en el que se describe a Heredia nuevamente con tintes muy románticos:
“Heredia, de pie en la proa// impaciente en los talones la espuela invisible// dichosa y centelleante la mirada // ve tenderse la niebla por el cielo// y prepararse las olas al combate.” 8
Sin embargo, por obra de un inteligente manejo de la antítesis, consigue Martí hacer brotar, como conclusión del discurso, una fuerte nota de esperanza, de optimismo, que contrasta con las circunstancias trágicas que signaron la vida del poeta hasta el momento de su muerte. Cabe aquí, por analogía, establecer un nexo con otra pieza oratoria suya de carácter antológico, “Los pinos nuevos”, en que alude al carácter fecundante de la muerte:
“Otros lamenten la muerte necesaria: yo creo en ella como la almohada y la levadura, y el triunfo de la vida.” 9
Para Martí, Heredia muerto es vencedor, porque consiguió, desde el poder adquirido por medio de la palabra escrita, domar una naturaleza que hasta entonces no había rendido sus encantos ante las numerosas tentativas de poetas cubanos que le precedieron.
Incluso, el Niágara portentoso no había sido aprehendido en toda su pavorosa belleza por ninguno de los cantores que habían crecido en sus riberas, y sólo halló cauce propicio en el torrente verbal del gran desterrado, tan atormentado en su dolor, tan desbordado en sus angustias y nostalgias, tan rebosante de altas fuerzas y anhelos, como las incontables aguas que se despeñan hacia las simas oscuras de su alma.
Puede el Niágara, respondiendo a la magnífica imprecación martiana, en un párrafo que tiene mucho de conjuro y de oración, como muestra de gratitud hacia quien lo cantó como nadie hasta entonces, desbordarse de sus contornos, como castigo a quienes osen mancillar la libertad.
Pero, sobre todo, fue Heredia con su vida, elemento de engarce entre los pueblos de la que Martí llamó Nuestra América, esos pueblos que ya están llamados a unirse frente a los peligros inminentes, mayores aún que los arrostrados en la lucha contra el coloniaje español, porque él
“[...] nos ligó en su carrera de la cuna al sepulcro, con los pueblos que la creación nos ha puesto de compañeros y de hermanos: por su padre con Santo Domingo, semillero de héroes [...] por su niñez con Venezuela, donde los montes plegados parecen, más que dobleces de la tierra, los mantos abandonados por los héroes al ir a dar cuenta al cielo de sus batallas por la libertad; y por su muerte con México, templo inmenso edificado por la naturaleza para que en lo alto de sus peldaños de montañas se consumase, como antes en sus teocalis los sacrificios, la justicia final y terrible de la independencia de América.”10
Resulta significativo que Martí le concediera a este discurso una importancia extraliteraria que remite, de modo inevitable a la cooperación del escuchante o de los lectores, según sea el caso, y que nos llevan a plantear que no es esta una pieza de homenaje a Heredia que vale únicamente por los méritos de su prosa, que son muy ciertos, si no que fue concebida, también, con fines prácticos muy específicos, dirigidos al bien de América.
En una de sus cartas a Manuel Mercado declara:
“ Va a saludarle de año nuevo ese discurso de Heredia, que ha de leer UD. a pesar de sus ocupaciones, y yo he de mandar – en cuanto me traigan los ejemplares- a mis amigos de México,- porque aunque lo dije para que resonase en Cuba, y para atraer la atención sobre mi tierra y sobre las suyas, y más sobre las suyas que sobre la mía esta vez, a los caballeros de Conferencia Panamericana, lo único que me parece bueno de todo él es lo que dice de México . ¿Por qué tiene más música ese párrafo que los demás?” 11
Conocida resulta la labor vigilante de Martí durante los peligrosos días de la Conferencia Panamericana, en que los países del continente se vieron asediados por toda suerte de presiones y tentativas deslumbradoras para que cedieran a los planes tenebrosos del poderoso vecino. 12
Esos fueron, también, los días germinales de los Versos sencillos, de que da cuenta en su prólogo, y esas pequeñas joyas la salida del alma para tantas ofuscaciones y tormentas internas. El discurso, es entonces, un arma, bellamente labrada, como obra de orfebrería, que esgrime contra aquellos que arteramente nos asedian, pero que dirige, además, a rasgar el velo que muchos incautos llevan prendido al rostro.
No es casual la alusión a México, al final del párrafo citado. No se trata de cortesía o lisonja para con el entrañable amigo mexicano destinatario de la carta; se trata, más bien, de remembranzas, en el momento de la escritura, de todo el bien que México le deparó en su arduo peregrinar, de la afectuosa acogida, tanto en lo intelectual como en lo personal, que halló en esa hermosa tierra. Aquí las palabras van movidas, sobre todo, por la gratitud, y por la certeza de poseer otro lazo en común con Heredia, además de los ideales, la sensibilidad poética y la nacionalidad:
“ México es tierra de refugio, donde todo peregrino ha hallado hermano; de México era el prudente Osés, a quien escribía Heredia, con peso de senador, sus cartas épicas de joven; en casa mejicana se leyó, en una mesa que tenía por adorno un vaso azul lleno de jazmines, el poema galante sobre el “Mérito de las mujeres”; de México lo llama, a compartir el triunfo de la carta liberal, más laborioso que completo, el presidente Victoria, que no quería ver malograda aquella flor de volcán en la sepultura de las nieves.” 13
Luego de un extenso párrafo, de prosa genuinamente modernista, en que se detiene a recrear la historia y la naturaleza mexicanas, sintetiza, de modo sencillo y directo, las bondades mexicanas que consolaron al desterrado:
“México lo agasaja como él sabe, le da el oro de sus corazones y de su café [...]”14
El final del discurso es, evidentemente, un reclamo a la dignidad de toda la América, puesta en peligro por las artimañas con que son conducidos por las tierras del Norte los delegados a la Conferencia Panamericana, con los cuales, como se sabe, se siguió una estrategia de deslumbramiento consistente en mostrarles, como exclusivas grandezas, los adelantos técnicos más notables y las bellezas naturales de aquellos parajes:
“Allí, frente a la maravilla vencida, es donde se ha de ir a saludar al genio vencedor. Allí, convidados a admirar la majestad del portento, y a meditar en su fragor, llegaron, no hace un mes, los enviados que mandan los pueblos de América a juntarse, en el invierno, para tratar del mundo americano; y al oír retumbar la catarata formidable, ‘¡Heredia!’,dijo, poniéndose en pie, el hijo de Montevideo: ‘¡ Heredia!,’ dijo, descubriéndose la cabeza, el de Nicaragua; ‘¡Heredia!’, dijo, recordando su infancia gloriosa, el de Venezuela;
‘Heredia!’..., decían, como indignos de sí y de él, los cubanos de aquella compañía;
‘¡Heredia!”, dijo la América entera; y lo saludaron con sus cascos de piedra las estatuas de los emperadores mexicanos, con sus volcanes Centro América, con sus palmeros el Brasil, con el mar de sus pampas la Argentina, el araucano distante con sus lanzas.
“¿Y nosotros, culpables, cómo lo saludaremos? Danos, oh padre, virtud suficiente para que nos lloren las mujeres de nuestro tiempo, como te lloraron a ti las mujeres del tuyo;
o haznos perecer en uno de los cataclismos que tu amabas, si no hemos de saber ser dignos de ti.” 15
El extenso fragmento hace que meditemos en algunos detalles que llevan a pensar en el grado de sutileza que alcanza el pensamiento martiano cuando se trata de mover los resortes comunicativos para obtener la cooperación del receptor.
Obsérvese como explota, en la línea subrayada, la ambigüedad del lenguaje, pues el aludido portento es, a la vez que el Niágara, los propios Estados Unidos, a los cuales hay que contemplar con la necesaria dosis de desconfianza y reflexión. Por otro lado, cuando se refiere a los hijos de América allí presentes, no deja de mencionar al venezolano, ligado a Heredia por las raíces del padre.
Esto no es casual, sino que remite, incluso, a mecanismos de comunicación basados en lo puramente afectivo, pues en los momentos en que concibe esta pieza, Martí desconfía del representante de Venezuela, Nicanor Bolet Peraza, quien le parece un blainista confeso, aunque luego el tiempo y los hechos le harían cambiar de parecer.16
Si en opinión de Cintio Vitier “Heredia inicia la iluminación poética de Cuba desde la nostalgia del destierro” 17, cierra Martí de modo magistral ese acto de esplendor, ejercido en la misma circunstancia hostil, cercado por un desarraigo que lo lleva a aferrarse a la práctica revolucionaria como única alternativa cierta para el retorno.
Como Heredia, Martí tampoco tuvo valor “[...] para morir sin volver a ver a su madre y a sus palmas”, 18 sólo que lo intentó en momentos y condiciones diferentes, es decir, participando de forma protagónica en la Guerra de Independencia y clausurando, con el acto legendario y desgarrador de su muerte en combate, esa vocación de búsqueda
y exaltación de la Patria a través del velo de las lágrimas y la lejanía.
Es por ello que estos aniversarios, más que azarosa coincidencia de fechas, devienen símbolos de continuidad histórica y vislumbre de un futuro en el que lejos de desaparecer el homenaje, se reafirme cada día.
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notas
[1] Ver: José Martí: Heredia. El Economista Americano, Nueva York, julio de 1888.
Obras Completas, La Habana, Ciencias Sociales, 1975; Vol. 5, p. 129-133
---------------------: Heredia. Discurso pronunciado en Hardman Hall, Nueva York, noviembre de 1889. Obras Completas, Vol. 5; p. 165-178.
[2]----------------: OC, 5; p. 133
[4] J. M. O: C. T- 5; p. 136
[5] Ver: Rodríguez, Pedro Pablo. “Una obra de justicia: homenaje a Heredia en Nueva York”. En : Anuario del Centro de Estudios Martianos (19); p. 7
“La casa de Heredia” Ibídem; p. 8. Aquí se publica un documento perteneciente al Archivo Provincial de Las Tunas, en el cual se ofrece información sobre este hecho y se transcriben cartas relacionadas con tal acontecimiento. Este texto fue escrito al parecer por Federico Pérez Carbó, quien residía por entonces en Santiago de Cuba y fue uno de los principales promotores de esta iniciativa, así como de ponerle el nombre del poeta a la calle en que se encuentra la casa.
[6] _______Ibídem; p. 165
[7] Martha Parada, et. al. “La Ilíada de Homero”: ¿voz, dialogismo, juego intertextual? Anuario del Centro de Estudios Martianos (22); 1999 p. 34-35
[8] ____________Ibídem; p. 174. Subrayados nuestros. El primero octosílabo, el segundo, endecasílabo.
[11] José Martí. Carta a Manuel Mercado. En Epistolario (Compilación, ordenación cronológica y notas de Luis García Pascual y Enrique H. Moreno Pla). Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1993, t. 2; p. 174. (Los subrayados son nuestros). Sobre este mismo asunto se puede consultar la carta a Gonzalo de Quesada, XCVII, p. 168.
[12] Ver: Rolando González Patricio. La diplomacia del Delegado. Editora Política, La Habana, 1999.
[13] J. M: OC; t. 5; p. 169-170
[15] Ibídem; p.175- 176. ( Subrayados nuestros, MVP)
[16] Ver: Carta a Gonzalo de Quesada.( XCVIII) En Epistolario. Ed. Cit. t. II; p. 170
[17] Cintio Vitier Lo cubano en la poesía, Letras Cubanas, La Habana; 1998, p. 71
[18] J. M. O. C. T- 5; p. 175