Toda una noche.
Cada vez que cae enfermo,
me toca pasar las horas
(las gotas del suero son los granos de arena de un reloj)
en una de esas sillas de hospital
(recio plástico, aluminio)
con el espaldar muy recto
y el asiento hundido, de tanto
empollar el huevo de la preocupación.
A primera vista parece una butaca,
pero en realidad es un instrumento
de tortura
ideado para que el usuario
termine también postrado en la cama que vigila,
donde yace la persona que antes
ocupó aquel sitio.
No hay modo de conciliar el sueño
con la postura de un cuerpo que respire
neutral,
defendidos los ojos por lagañas
para que no penetre la luz
hasta la cuna donde la conciencia
se chupa el pulgar con placidez.
La almohada podría ser:
un brazo doblado, una mano abierta,
la mesa en la que le sirven
la papilla salubre al endeble,
y, como último recurso,
uno de los brazos de metal de la silla mencionada
(a no ser que estés dispuesto
a hacer del suelo el duro lecho del dolor
desde los pies al cogote).
Alargo las piernas, las encojo,
me viro de uno, de otro lado,
mi cuerpo es una ele derretida en la butaca
como el agotado reloj de Dalí,
y cuando, finalmente, el silencio posa
su mano invisible en mis párpados
(para cerrármelos, como a los muertos),
una tos, un quejido, el roce de las sábanas
me llaman desde la cama ortopédica
que flota, blanca, en la penumbra,
igual que una barca con barandillas cromadas
y velas hinchadas por el aire
acondicionado que mece las cortinas divisorias:
ahí detrás, otro cuerpo sufriente
y otra silla de hospital
en la que alguien se debate (no yo)
intentando el arte de dormir
como duermen los árboles:
con la verticalidad que arroja la frescura de su sombra
sobre quien descansa en la hierba.
Dedo largo
En algún libro leí que los dioses y los héroes
(ya se los represente en el lienzo o en la piedra)
tienen el dedo del pie —vecino del dedo grueso—
más largo que los restantes.
Ese largor simboliza inmortalidad y brío,
y no hay más que ir a un museo
para comprobar que es cierto lo que el escritor señala:
Cristo, Ulises, Moisés,
Apolo, Colón, Marco Polo,
a todos les sobresale el dedo que he mencionado,
haciendo que se mantengan afianzados en sus puestos,
sin desertar las pinturas ni saltar de sus soportes.
Siendo esto como he dicho,
me extraña sobremanera que mi padre sea dueño
de unos pies tan afamados,
porque él, ni es campeón, y menos aún divino;
es un hombre tan corriente como casi todo hombre:
de estatura asaz mediana, canoso y enflaquecido
por los años y las duras afecciones
que a punto han estado, a veces,
de arrancarlo de esta vida.
Además, el pesimismo y un permanente temor
han sido sus compañeros desde su particular pasado:
el mundo se va a acabar,
las ventanas y las puertas
de la casa hay que cerrarlas
para que afuera se queden
los ladrones y asesinos
y todo lo peligroso
al lado de la basura
que arrastran las tempestades.
Sus miedos mi padre siempre
solía canalizarlos
fumando nubes continuas
y dándole al ron belicoso;
también percutía el bongó
de mi cuero y del ajeno,
sacando ayes resonantes
que nos hacían bailar
hasta el alba de los llantos
y las aves de la huida.
Hoy mi padre ha abandonado
su piel antigua de lobo.
Siempre un corderito fue
aunque no lo aparentara.
Se acuna en la mecedora
mientras contempla la lluvia,
ríe como un bebé,
duerme casi todo el día,
se deja abrazar y abraza,
disparata al conversar,
se emociona y llora quedo,
como pidiendo perdón.
Vecino del dedo gordo,
en sus pies el dedo largo
debiera testimoniar
sus hazañas o su condición deífica,
pero es sólo el largo dedo
de los pies
con los que ha andado la vida
tropezando, golpeándose, encalleciendo
la ruta de ser un padre, si no el mejor,
el único que he tenido.
Uno mira la tierra y no lo entiende
Uno mira la tierra y no lo entiende.
Es tierra, materia
oscura, apretada, misteriosa,
herida de enormes piedras inmóviles,
veteada de opacos y lujosos minerales,
ahuecada de cavernas sin aleteos ni ecos,
recorrida en su más impenetrable interior
por corrientes frígidas e incontrolables
que no van a dar a la mar
y que se pierden para siempre
en el vapor de ese centro absoluto:
el océano más vasto del planeta,
un mar voraz de fuego inextinguible
que da consistencia a todo lo existente
y que todo lo atrae con su tenebrosa luz.
Uno mira la tierra y no comprende.
Es tierra, sí,
nada más que eso.
Y sólo sirve para sostenerlo todo.
Para no quedar flotando en el vacío
como figuras en un cuento infantil
o en algún ingrávido óleo de Chagall.
Es una gelatina demasiado sólida
donde hay suspendidos mudos fósiles
y raíces como ramas en un cielo chocolate,
y donde los hormigueros y los huecos de los topos
son apenas un toque de molesto acné
en esa gran cara que eternamente se renueva.
(La hierba es una barba verde y milenaria
sobre el color de las mejillas florecidas.)
Es tierra, lo repito,
tierra y nada más que tierra.
El lugar sobre el que caminamos,
una extensión de huellas entrecruzadas
que cubrimos de asfalto para los autos veloces
y que horadamos para construir grandes ciudades.
Es la sustancia que se eleva hasta las cúspides
o que se abaja en cuencas de mares y lagos.
Es el trampolín que usamos para saltar
de continente a continente
o para rebotar de nuestro mundo a otros
pegando contra la goma negra del universo.
Es tierra (finalmente)
y ahí estás tú. Ahí debajo.
Y encima hay una tarja con tu nombre.
Hay un jarrón de bronce con claveles
a los que añado estos que he traído.
Hay una cruz tachando de sombra la grama.
Y está mi sombra, allí también, rendida.
Uno mira la tierra y no lo entiende. |