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Tiene razón mi colega y amigo John M. Kirk cuando afirma, en las páginas que abren este libro, que uno de los dilemas de la cultura cubana es ser más grande que el territorio de la isla. Ese gigantismo, que empezó a gestionarse en el mismo siglo XIX cuando apenas se definía la cultura nacional, nos ha acompañado durante tanto tiempo que los cubanos, muchas veces, no reparamos en él. La existencia, en el siglo XIX, de tres poetas tan notables e influyentes en el universo de la lengua como José María Heredia –el primer gran romántico–  y José Martí y Julián del Casal –dos fundadores del modernismo poético– va acompañada con un fenómeno de notable trascendencia, como es la temprana explosión de la música cubana que desde entonces fue dando origen a géneros, modas, bailes y expresiones musicales de diversos países de América e, incluso, de la distante metrópoli española.

Ya en el siglo XX esa proyección extrainsular del arte cubano alcanzaría cuotas de asombro, gracias a la obra de incontables personalidades de la cultura de este pequeño país del Caribe. Baste recordar, por ejemplo, que en su muy difundido libro El canon occidental, Harold Blum incluye a cinco cubanos entre los treinta autores que él considera canónicos del idioma. También conviene tener en cuenta, para volver al impresionante mundo de la música cubana, que el percusionista Chano Pozo cambió en los años 40 la sonoridad del jazz norteamericano, mientras su mentor y amigo, el director de banda Mario Bauzá, creaba el llamado Latin jazz, de tan importante presencia en la música contemporánea, poco antes de que Dámaso Pérez Prado asombrara al mundo con la creación del mambo, y Enrique Jorrín invadiera salones y hasta películas de Hollywood con su rico cha-cha-chá. Mientras, Alicia Alonso triunfaba en escenarios universales, las divas cubanas se imponían en el cine mexicano y Wifredo Lam se convertía en figura de primera línea de la pintura surrealista, con su aportación esencialmente cubana y caribeña.

Así, al triunfar la revolución de Fidel Castro, en 1959, Cuba era una importante presencia cultural en todo el occidente, y sus creadores obtendrían el reconocimiento de los circuitos artísticos más diversos. No caben dudas de que a partir de entonces, el sólido potencial artístico y la proyección de la cultura cubana reciben un importante impulso hacia dentro que sirvió para multiplicar aquellas potencialidades y revertirlas en una realidad cultural de alcance verdaderamente nacional, asequible a todas las capas de la población (como productores y consumidores de cultura), a la vez que alcanzaba nuevos niveles de prestigio internacional.

Medidas culturales de amplia repercusión en el país, como fue la realización de la Campaña de Alfabetización de 1961, y la posterior fundación de escuelas de arte, o la creación de instituciones dedicadas al cine, a la producción de libros, a la difusión del quehacer cultural y musical, etcétera, matizaron aquella década de los 60 en la que, ya definida por Fidel Castro la política cultural del sistema (“Dentro de la revolución, todo; fuera de la revolución, nada”, según dijera en octubre de 1961), se generó un verdadero ambiente creativo, pleno de entusiasmo y participación que vivió su primera nota discordante con el cierre del semanario Lunes de Revolución, su primer gran cisma con el llamado “caso Padilla” y los procesos de “parametración”, e inició una profunda dogmatización con el Congreso de Educación y Cultura de 1971.

Si la década del 60 fue de expansión, vitalidad, renovación y compromiso abierto del arte cubano con el proceso revolucionario, los años 70 han sido juzgados como un período oscuro, represivo, de marginación cultural de incontables figuras (con Lezama Lima y Virgilio Piñera entre los más notables), y de imposición, más o menos visible, de patrones artísticos cercanos al nefasto realismo socialista. No es casual, por ejemplo, que sobre una tradición inexistente, en estos años aparezca y se multiplique una “novela policial revolucionaria”, maniquea y de dudosa calidad artística, que como propósito expreso traía el de defender los principios de la revolución antes que el de cumplir (en tanto que literatura) una función estética.

O que se reniegue del teatro de sala a favor de un intensamente realista teatro de “creación colectiva”, concebido y exhibido en las comunidades, con la voluntad de influir directamente en los problemas de la sociedad y obrar el milagro de hallarle soluciones. O que en el cine cubano queden como únicos conflictos dramáticos el de la confrontación entre esclavos y esclavistas, entre hombres y mujeres y entre revolucionarios y contrarrevolucionarios, sin apenas otros matices ni conflictos.

La necesaria creación de un Ministerio de Cultura, en la segunda mitad de esa década oscura, fue una respuesta oficial a la urgencia de reencauzar la producción y proyección de la cultura cubana, luego de cometidos graves errores políticos en el tratamiento a los intelectuales y en la concepción misma de lo que debía ser la cultura artística. Sin embargo, muy pocos años después, las nuevas estructuras estatales comenzaron a asimilar la necesidad de un cambio de política más profundo que se imponía no como resultado de una nueva mirada hacia el fenómeno cultural sino como una exigencia que, desde sus obras, comenzaban a hacer los creadores.

Así, a partir de la década del 80, cuando se produce la definitiva rehabilitación de tantos artistas marginados por casi diez años y por las razones más diversas (ser creyentes u homosexuales, hacer un arte interrogativo y no reafirmativo, introducir lo que se consideraba alguna crítica social en sus obras, etcétera), se está gestando a la vez la eclosión de una generación emergente de artistas cubanos que, nacidos hacia la década del 50, traen consigo una nueva mirada a la realidad insular y en su conciencia la tranquilidad de no haber cometido el pecado que, a fuerza de repetirlo, creyeron haber cometido sus antecesores: no haber participado de manera más directa en la gestación de la revolución.

Si Cuba de los 60 es un país efervescente social y políticamente, donde la institucionalización socialista da sus primeros pasos en medio de luchas por el control del aparato cultural, la de los 70 fue de la plena concreción de un proyecto cultural socialista drásticamente aplicado a una sociedad que mayoritariamente había apostado por la opción revolucionaria. La represión de numerosas figuras del mundo artístico cubano quedaba como saldo terrible de ese proceso y la burocratización de la cultura como la estructura escogida. Sin embargo, la dinámica interna del país y de su vieja y potente cultura terminaría imponiéndose como nueva posibilidad en la década del 80, cuando pintores, escritores, teatristas y hasta cineastas y bailarines comiencen tímida y arriesgadamente a optar por una creación cultural que se comprometía, otra vez, con la función estética del arte, antes que con la directa expresión política de los contenidos.

La madurez de ese proceso ocurrirá en uno de los períodos sociales y económicos más convulsos de la historia cubana y el más dinámico de su historia revolucionaria posterior al primer lustro de los 60. La primera clarinada, dramática y conmovedora de lo que vendría después, se produjo en el año 1989, con las famosas Causa 1 y 2 de ese año, que terminaron con el fusilamiento de importantes figuras de las Fuerzas Armadas y el Ministerio del Interior, el encarcelamiento de otros y la destitución de varias decenas más.

Luego, mientras caía el muro de Berlín y la Unión Soviética se desmembraba y Cuba quedaba en una espantosa soledad política y económica, se produce la instauración del llamado “período especial en tiempos de paz”, nombre con el que se bautizó a la más dura crisis económica jamás vivida por el país y que en pocos años obligó al gobierno a introducir cambios económicos (de inmediatas repercusiones sociales) que jamás se hubieran imaginado apenas unos años antes: la apertura del país al turismo internacional y a las inversiones extranjeras, la legalización y circulación abierta del dólar, la reapertura de los mercados campesinos, la aprobación del trabajo por cuenta propia, la aplicación de impuestos sobre las ganancias personales, una mayor liberalización de la posibilidad de viajar, una visible aceptación de las personas con creencias religiosas, etcétera, que, a su vez, trajeron consecuencias, tales como el resurgimiento de la prostitución y el proxenetismo, el enriquecimiento acelerado de ciertos sectores sociales, la división de la población entre los que tienen y no tienen dólares, el éxodo de profesionales hacia el sector del turismo, la diáspora de cubanos por todos los confines del mundo, el incremento de la fe y la religiosidad, el aumento de la marginalidad, la violencia y la delincuencia, la sustitución de los “compañeros” por “señores”, etcétera, todo en medio de una sociedad llena de carencias materiales y bajo el influjo permanente del embargo norteamericano, de nefastas consecuencias para la vida económica y social de la Isla.

En este período convulso y verdaderamente especial, la producción artística y literaria no podía ser menos que convulsa y especial, como resultado, además, de un cambio de relación entre el creador y el Estado. Si se me preguntara (como ya me ha ocurrido) cuáles han sido las características culturales de la década del 90, diría que son tres: la crisis de la industria de producción cultural; la ganancia de espacios expresivos por los creadores; y el exilio masivo de artistas cubanos. Sobre el primero de estos factores se ha escrito en más de una ocasión, por la evidencia palpable de sus efectos: crisis en la industria editorial, reducción casi a cero de la realización cinematográfica producida con capital nacional, disminución de los proyectos teatrales, dispersión de la producción plástica, reducción de los horarios de transmisión televisiva y de la producción de programas, etcétera. Y aunque en los dos o tres últimos años, algunos efectos de esta crisis han empezado a revertirse lenta pero favorablemente, lo dramático de esta prolongada imposibilidad institucional de responder económicamente a las exigencias productivas del arte, tuvo una connotación especial en un país como Cuba, pues provocó el estancamiento y la ruptura del crecimiento artístico que se logró en los 80, cuando se produjo un verdadero florecimiento cuantitativo –y cualitativo, incluso– en varias manifestaciones artísticas.

Muy ligada a esa desfavorable circunstancia económica ha estado el que quizás sea el más importante de todos los cambios culturales ocurridos en el país es este período: el necesario crecimiento de los espacios de expresión que ha logrado la creación artística más reciente. Si bien es cierto que, ideológicamente –y en más de una ocasión no sólo por causas también achacables a la crisis– instituciones como el Ministerio de  Cultura, la Unión de Escritores y Artistas y el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográfica han dejado un mayor espacio a la reflexión, el análisis y la crítica de fenómenos y procesos antes censurados o tocados a medias, más cierto aún es que, ante la falta de respaldo institucional para viabilizar sus proyectos, los artistas han ganado en independencia y, con ella, en posibilidades de expresión, dándole el necesario sonido a un silencio que, en realidad, clamaba a gritos por una ocasión que en medio de la institucionalización anterior resultaba imposible de concretar… Todo esto se ve de forma muy clara en las entrevistas de este libro.

De este modo, han surgido proyectos alternativos empeñados en la búsqueda y tratamiento de zonas oscuras –u oscurecidas– de la realidad del país. En el caso del cine es donde con más evidencia se ha manifestado esta posibilidad, pues desde el remoto e histórico affaire por el documental PM, en el año 1961, esta industria fue centralizada por el ICAIC, y  dos o tres pequeñas casas productoras controladas por ministerios tan confiables como el de las Fuerzas Armadas o el de Educación. Pero la misma imposibilidad de afrontar proyectos por institutos estatales, creó el espacio posible para algunos brotes de cine independiente, antes inimaginables, y que se han concretado en el soporte del vídeo. Pero, incluso, dentro de las estructuras tradicionales, el cine cubano ha concretado una visión estética de la realidad que pugnaba por manifestarse desde hace años. La realización de una película en específico mostró por dónde iban los intereses de los cineastas cubanos y cuáles eran sus urgencias expresivas: así, Fresa y chocolate, dirigida por el veterano Tomás Gutiérrez Alea, en colaboración con Juan Carlos Tabío y a partir de un guión de Senel Paz, funcionó como un verdadero revulsivo estético y marcó, como ninguna otra obra, los reclamos y las posibilidades del arte cubano de los 90, bien distantes del romanticismo épico de los 60, el maniqueísmo ideológico de los 70, y los balbuceos críticos de los 80. Alrededor de esta película se han ido nucleando otras obras, como la polémica Guantanamera (públicamente fustigada por el presidente cubano), de Alea-Tabío, las más recientes producciones de Fernando Pérez (Madagascar y La vida es silbar, ambas de fuerte sabor existencialista), Amor vertical, de Arturo Soto, y la que fuera, sin duda, la generadora de la más agria polémica de los últimos tiempos, Alicia en el pueblo de Maravillas, de Daniel Díaz Torres, condenada en los medios masivos como una obra contrarrevolucionaria y retirada de las pantallas a los tres días de su estreno (durante los cuales se llenaron los cines de “revolucionarios”, para evitar cualquier “manifestación” favorable a una película en la que quisieron ver intenciones políticamente aviesas).

Algo similar ha ocurrido en el mundo del libro y la literatura: la falta de respuesta editorial, los cambios de mentalidad en ciertas esferas del Estado, y la necesidad reflexiva de los autores ante una realidad difícil y compleja han ido moldeando una producción literaria –muy evidente en la narrativa– que ha propiciado el derribo de tabúes y el tratamiento de asuntos antes escamoteados o “mal vistos”, pues nunca era el momento adecuado para hablar sobre ellos: desde el exilio hasta la droga, del homosexualismo hasta la corrupción, desde la desesperanza hasta el suicidio. Lo más curioso es que muchas de estas obras han rebotado en el ambiente cubano con el pedigrí del reconocimiento en algún concurso internacional –o hasta nacional–, convirtiéndose, de algún modo, en hechos ya consumados antes de su divulgación en la Isla.

De esta manera, lo que en otros tiempos más felices en lo económico pero a la vez más esquemáticos en lo ideológico, hubiera sido motivo de murmuraciones y tropiezos –cuando no de escándalos en alta voz, con castigos posibles–, ahora se ha integrado de un modo natural a un ambiente creativo más abierto, flexible y –ésta es la mejor palabra– inteligente, aun cuando existen instancias políticas (dentro y fuera del llamado “sector cultural”) que se manifiestan abiertamente contra un arte y una reflexión que de algún modo es considerada por ellos como ajena, y hasta nociva, al proyecto social del gobierno cubano.

Nada de lo anterior quiere decir que los fenómenos tradicionales de la censura y la autocensura hayan desaparecido del ambiente artístico-literario cubano. La libertad del artista en la Isla es –como bien dijera Antón Arrufat– una libertad “condicionada” por la realidad política y social del país, que impone reglas de juego aprendidas ya por los creadores. No obstante, lo cierto es que los niveles de permisibilidad, el techo de tolerancia, han crecido y hoy el arte cubano, gracias a la crisis de los 90, ha ganado en posibilidades expresivas y reflexivas antes inexistentes, y al fin posibles en los territorios del desafío ideológico y estético de “dentro de la revolución” que fuera reducido por años hasta convertirse en “por la revolución” y nada más.

 La coyuntura económica ha propiciado, además, algo hasta entonces inexistente en el arte cubano: la libre posibilidad de comercialización de la obra artística. Así, mientras varios escritores publican sus manuscritos en España, México, Italia aun antes de editarlos en Cuba, son decenas los artistas plásticos que exponen su obra en diversas partes del mundo y venden su trabajo a través de galerías extranjeras, muchas veces sin la menor mediación del aparato estatal, o son ya decenas de actores los que trabajan para compañías internacionales.

Sin embargo, el más complicado y desgarrador de esos “problemas de fin de siglo” –y contra el cual es imposible aplicar ninguna medida burocrática que no fuera la simple represión– es, sin duda, el éxodo masivo que ha desangrado notablemente el contexto cultural cubano de estos tiempos. Esta circunstancia, que en virtud de la cantidad de “bajas” tal vez pudiera tener algún punto de referencia en los escapes de los años 1959-61, es en realidad diferente. En los años iniciales de la revolución, cuando se materializa el exilio de varias figuras muy significativas de la cultura cubana –desde el pensador Jorge Mañach hasta la sonera Celia Cruz, de la etnóloga Lydia Cabrera al magnate de la televisión Goar Mestre–, el proceso político mismo produjo una dinámica que se reflejó en un crecimiento artístico que hizo posible la ilusión de “obviar” a ciertas figuras del pasado en medio del proceso de gestación de un arte nuevo.

La diáspora de los 90, en cambio, se produce desde la misma cultura revolucionaria e, incluso, por algunos de sus más notables representantes artísticos (el gran historiador Manuel Moreno Fraginals, el novelista y cineasta Jesús Díaz, el cotizadísimo pintor Tomás Sánchez, músicos como Arturo Sandoval, el periodista y escritor Norberto Fuentes, más casi toda la generación plástica de los 80, una verdadera legión de actores, entre ellos, algunas caras indispensables de la cinematografía y la televisión cubanas, como el veterano Reynaldo Miravalles).

No obstante, por primera vez desde 1959, la diáspora reciente de los artistas tiene dos caras visibles: una económica y otra política, que se manifiesta, además, en la actitud pública de esos intelectuales con respecto al proceso revolucionario. La posibilidad de los “económicos” de mantener vínculos con instituciones culturales cubanas, de entrar y salir del país y de mostrar acá el producto de su trabajo, ha propiciado que la ruptura no sea total, aunque su trabajo se produzca y se difunda, en la mayoría de las ocasiones, fuera de Cuba. Mientras los “políticos”, definitivamente distanciados del sistema cubano, han pasado a formar la última legión de disidentes políticos oficialmente reconocidos como tales y una parte de su obra –si no toda–da fe de esa ruptura al parecer irreconciliable, al menos, en los términos en que se debate actualmente.

Aunque dentro de la Isla se comenzaron a tender puentes entre las instituciones estatales y sectores de cubanos radicados fuera pero que políticamente no mantienen posturas hostiles hacia el gobierno (como sucede con algunos de los llamados cubano-americanos, salidos de Cuba en su niñez), la tensión se mantiene y hasta se agudiza entre los que se podrían considerar disidentes y las autoridades cubanas. La opción oficial hasta ellos ha sido la misma de siempre: desconocerlos, y, si es posible, alienarlos de una pertenencia cultural que, en realidad, está por encima de filiaciones políticas y de voluntades individuales –porque Guillermo Cabrera Infante es un escritor cubano: aunque no lo admitan, ni lo divulguen, ni lo reconozcan en Cuba; aun cuando él mismo fuera quien no quisiera serlo o se negara (como lo hace) a ser difundido en el país.

La opción de estos disidentes, mientras tanto, ha sido también más o menos la misma de siempre: alzar su oposición política al gobierno como respuesta al sistema y, en algunos casos de dudosa estatura artística, como vía más rápida para hacerse de un espacio y un auditorio, postura que todavía hoy les reporta a muchos una buena difusión, y hasta dividendos económicos notables.

Lo cierto es que, para cualquier nación del mundo, la salida de circulación de un por ciento notable de su intelectualidad artística constituye un grave estrechamiento de su vida espiritual. Y Cuba no es una excepción en ello. Porque un ambiente cultural se hace de muy diversas figuras que crecen y producen en un interactuar cotidiano en el que van dejando sus huellas, sus palabras, sus obras, en una necesaria acumulación de visiones y opiniones. La ausencia de tantas figuras –mayores, medianas y menores– va creando un vacío que se suma en estos momentos a la presencia de esos dos embates, diversos pero complementarios.

No obstante lo complejo y dramático de la situación actual de la cultura, pienso que, hoy por hoy –y quizás como efecto benéfico de una crisis tan maligna en casi todos los sectores de la vida nacional–, en el país se vive un momento de especial efervescencia creativa, donde están aflorando los resultados de un espacio pequeño, pero posible, para la creación, la reflexión y el debate. Si bien es cierto que sectores como los medios de difusión –en especial, los periódicos y la televisión– son apenas instrumentos de propaganda más que de información, también es necesario reconocer que muchos artistas se expresan hoy con mayor profundidad dentro del espacio de esa “libertad condicionada” que se ha ido ganando. Hacerlo, por supuesto, no está exento de riesgos que pueden ir desde la censura hasta el silencio cómplice de la prensa respecto a la existencia y calidad de una obra o artista. Pero el riesgo y la censura pueden ser, también, desafíos a la imaginación.

No es casual, por ello, que el país haya vuelto a crear una cultura más grande que el breve territorio insular. Hoy por hoy se habla, en el mundo de la lengua española, de un boom de la novela cubana, gracias a la obra de una decena de autores de varias generaciones actuantes, que en los últimos años han ganado premios en infinidad de concursos. En estos momentos, la música cubana, tanto la tradicional como la de las agrupaciones contemporáneas, vive uno de los momentos de esplendor económico y creativo, con premios del más alto nivel, conciertos en las plazas más exclusivas, y ventas importantes de discos, incluso en los Estados Unidos. Mientras, al celebrar sus cincuenta años de vida, el Ballet Nacional de Cuba mostró la vitalidad de su proyecto y triunfó en medio mundo, al mismo tiempo que diversas compañías danzarias asombraban a la crítica más rigurosa. Las artes plásticas, por su lado, gracias a la obra de los que están dentro y fuera de la Isla, son motivo de obligada referencia en los circuitos artísticos y comerciales de París, Ginebra y Nueva York, mientras los artistas van acumulando premios y premios en cuanto concurso se organiza. El cine, más aquejado por la crisis económica, no deja, sin embargo, de producir milagros, que van desde la acumulación de premios en diversos festivales, hasta nominación para un Oscar lograda por Fresa y chocolate…

Así, en medio de tensiones y riesgos, la cultura cubana, creada dentro y fuera de la Isla, producida a veces con recursos ínfimos, ha vuelto a mostrar su vocación de gigantismo. El proceso seguido a lo largo de los últimos cuarenta años ha sido duro y complejo, como bien lo expresan las entrevistas precedentes. El rigor de la censura, los efectos de la marginación, la presencia actual del voraz mercado han ido moldeando los senderos, pero por encima de todo –incluso de la diáspora– la creación artística de esta pequeña isla del Caribe sigue siendo uno de los mayores bienes de la nación y, por qué no decirlo, del mundo entero.
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* Del libro La cultura y la Revolución cubana. Conversaciones en La Habana. John M. Kirk y Leonardo Padura Fuentes, Editorial Plaza Mayor, San Juan, 2002.

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