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Semiótica, psicoanálisis y postmodernidad
Luis Felipe Díaz

Los postestructuralistas y la postmodernidad. Derrida y el deconstruccionismo*

El clásico movimiento estructuralista que se inicia con Saussure y que es continuado por el antropólogo Lévi-Strauss, y por los analistas del discurso como Jakobson, Barthes, Greimas y Todorov, vino a atravesar por una severa crítica dirigida por los postulados revisionistas de Michel Foucault, Jacques Derrida, Jean-François Lyotard, Gilles Deleuze, Felix Guattari, Jean Baudrillard y Jürgen Habermas. Mas esta nueva critica habrá de mantener una continuidad con la teoría del signo y con los postulados sincrónicos de los estructuralistas. Como reacción intelectual esta nueva crítica será conocida con el nombre de postestructuralismo y coincidirá con el movimiento denominado postmodernidad.

La modalidad más característica de los pensadores postmodernos que primeramente se debe tomar en cuenta es su escepticismo ante los alcances y capacidad que podría tener el lado significante del signo que tanto privilegian los estructuralistas. Consideran los postmodernos que tras el significante lo que se puede encontrar a la larga son otros significantes de manera interminable. Es decir, aquello a que un signo remite sólo podrá ser reconocido y designado, no por el referente real, sino por otros significantes. Por esta razón, el lenguaje sólo podrá, a la larga, significarse a sí mismo, e ingresar en una multiplicidad de textos. De ahí que la referencialidad que encuentran los postestructuralistas en el signo es el signo mismo, el texto enfrentado a otro texto. El contacto que se podría establecer con la realidad es, en tal sentido, algo en extremo ilusorio en tanto que siempre, entre la realidad y el sujeto sólo mediará un texto como lenguaje, sin que se pueda hacer alusión a esa realidad referencial si no es con algún tipo de signo o símbolo. Un signo, por tanto, no señala necesariamente al referente al cual apunta, sino que antes señala otro signo que a su vez nos refiere a otro.
Con esta lógica los postestructuralistas incluso llegarán a considerar que los llamados textos referenciales (los de la historia y la filosofía, por ejemplo) podrían remitir a signos tan metafóricos como los del lenguaje literario mismo. Un signo que aparenta ser literal o referencial podría estar a la larga vinculado a metáforas ya olvidadas. Esta nueva perspectiva comienza lo que se conoce como el deconstruccionismo. A este vocablo, propuesto por Derrida (quien sigue la Destruktion de Heidegger), no debe atribuírsele un sentido negativo (como destruir) sino positivo (más bien desarmar o desarticular).

A partir de estas consideraciones Derrida criticará el privilegio que los pensadores occidentales le han dado a la filosofía por encima de la literatura, a lo apolíneo sobre lo dionisiaco, y denunciará la ilusoria y equívoca predilección que estos filósofos muestran por el signo hablado mientras que subordinan el texto (signo) escrito. Este filósofo denuncia el que la cultura occidental haya localizado lo primigenio y original en el habla (la voz), y sobre todo acusa a los filósofos que creen haber encontrado en ésta (en el habla) la presencia del sujeto que comunica y que articula en un continuo presente. Estos son los mismos filósofos que, por otra parte, ven la escritura como simple interpretación y secuela que repite imperfectamente lo que una voz inicial y original enuncia. Como veremos, Derrida se esmera en deconstruir (acción esta parecida a la que desempeña Barthes frente al texto) esta jerarquía, al señalar que también interpretamos los signos orales como si fueran algún tipo de escritura o inscripción.

De esta manera lo entiende Derrida al reconocer que los significantes característicos del habla, como el acento, el tono, la modulación y las distorsiones, también se organizan mediante estructuras estables y repetibles. Estas formas y estructuras, que están más allá de lo simplemente fónico, al ser recurrentes pueden ser consideradas como un tipo de escritura en el trasfondo del discurso. Desde el punto de vista conceptual bien pueden ser consideradas estructuras “gráficas” que organizan el habla. En tal sentido, la escritura no puede ser simplemente vista como una técnica que se ocupa de registrar el habla en inscripciones repetibles en ausencia de quien emite el discurso. Y si el habla, a un nivel más amplio, adviene en un tipo de escritura, bien se podría argüir que hay una archi-escritura que es condición tanto de lo fónico como de lo gráfico, es decir, de la voz y de la escritura. Si antes de la escritura está el habla, con anterioridad a ésta tiene que aparecer por lógica algún tipo de inscripción o marca.

Derrida también presenta una estrategia para deconstruir el sistema de oposiciones y diferenciaciones que tanto ha caracterizado a la filosofía tradicional. Para ello se enfrenta primero a la lingüística saussureana. Derrida, aunque le debe mucho a Saussure, no deja de criticar y deconstruir su noción estructural del signo. La prioridad que a la larga este lingüista suizo le otorga al significante sobre el significado (pues atiende básicamente el aspecto formal del lenguaje) resulta para el filósofo francés en una manera de privilegiar la estructura formal, y de dotarla equívocamente de fundamentos trascendentes y de presencia. Porque si el lenguaje aparece inmerso en un sistema de relaciones marcadas por la diferencia entre los términos o conceptos, entonces ninguno de los significantes o signos jamás podría ser privilegiado o fijado como punto de llegada u origen. Si el signo se define por la diferencia que establece con otro signo, esto significa que el mismo estará sujeto perpetuamente al aplazamiento y desplazamiento (a la diseminación). En el proceso desplazador, un significante llevaría a otro significante y así sucesivamente. Para Derrida, este movimiento del signo implica que no existe una coexistencia pacífica ni implícita entre los términos opuestos. Esto es lo contrario al proceder de la metafísica tradicional que, al privilegiar uno de los signos del sistema, pasa por alto la violencia o tensión (inestabilidad) que se tiene que haber dado entre dichos signos, ya que uno de ellos, en la lucha de oposiciones, habrá logrado adquirir supremacía (poder) sobre el otro de manera arbitraria.
Surge de ahí que los signos privilegiados se apoderen de un centro organizador (sistema) que tenderá a gobernar los demás significantes. Estos signos privilegiados, a su vez, no se revelarán como subordinables o analizables. Se mostrarán como estructura sígnica siempre presente y ocupante de una espacialidad superior. Derrida, ante todo, reconoce este ilusorio proceso del signo e invierte los papeles de la jerarquía que supone la presencia de significantes céntricos que privilegia el pensamiento tradicional. Dentro de esta misma lógica, este filósofo advierte igualmente la capacidad que poseen los textos de la filosofía occidental para presentarse como discursos que articulan sus verdades desde el supuesto espacio de origen y superioridad que ofrecen el habla, la presencia, el logos. Desde esos espacios de (arbitraria) seguridad la filosofía se niega a participar de las inseguridades y ambigüedades que supuestamente ofrecen la escritura, la literatura y la marginalidad (los llamados discursos de segundo orden).

La denuncia derridariana está entonces dirigida hacia la metafísica y su tradicional modo de privilegiar la voz (espacio inicial de articulación), proponiéndola como una metáfora de principio, luz y autenticidad; como una presencia implícita, un espacio de emisión y reconocimiento en oposición a las ausentes disposiciones que supuestamente porta la escritura. Como simple ejemplo, Derrida señala que en Platón la escritura se presenta como un efecto contaminante (veneno), por lo que debe ser expulsada de los supuestos espacios estables y céntricos en que se encuentra la razón responsable y certera que protege la conciencia y el ser (“La farmacia de Platón”, en La diseminación). Y ello porque la escritura lleva consigo el distanciamiento del espacio primigenio, conlleva la ausencia del que articula, y crea una representación desprendida del sujeto, externa a la responsabilidad consciente y presente que implica el habla.

Distingue igualmente Derrida cómo la filosofía tradicional ha concebido que la escritura rompe con el sentido que ofrece el entendimiento transparente, despersonaliza y desnaturaliza el habla. El fonocentrismo que trata a la escritura como si fuera una representación del habla, y que le confiere privilegio a ésta, se relaciona con el logocentrismo que ha caracterizado a la filosofía occidental. Como señalamos antes, este logocentrismo rinde especial mérito a uno de los extremos de los opuestos en pugna (alma/cuerpo, trascendente/empírico, metafórico/literal). Se concibe así que el concepto “inicial” y dominante sea tratado como si fuera inteligible e inmaterial, y como si fuera el concepto siempre presente y absoluto, el más cercano al ser y a lo divino, y organizador de la centralidad que desplaza lo marginal y suplementario. Por ello, a lo largo de la historia el pensamiento occidental se ha ocupado de privilegiar los conceptos de orden trascendental: ser, esencia, sustancia, conciencia, Dios.

No es posible, sin embargo, pensar fuera de uno de estos términos o de su contrario. De así hacerlo, según Derrida, crearíamos un nuevo centro que a su vez desplazaría a algo o alguien hacia la marginalidad o la otredad. Se alcanza de ese modo lo que este deconstruccionista ha criticado y llamado logocentrismo, el lugar del pensar en que ha incluido incluso a Saussure y al estructuralismo. Para Derrida, a pesar de que Saussure se basa en una teoría de la diferencia no se escapa del logocentrismo, porque al ocuparse de las diferencias responsables de los significados, trata algunos de éstos como si ya estuvieran dados de antemano, como si permanecieran presentes en alguna parte real y original. Mas ese espacio de origen y estabilidad tiene como contrapartida lo terminal y lo incierto. En el origen no existe lo primigenio, sino un suplemento que hace las veces de (representa) algo inicial.

Dentro de esta misma vertiente, y en lo que respecta a la filosofía, desde Platón se ha definido el habla como presencia y transparencia divina, y no como escritura. Porque para la filosofía idealista primero está el pensamiento y luego los medios de expresar ese pensamiento. Tal concepción lleva a entender que en el pensamiento, como en el habla, no quedan trazos, significantes que entorpezcan la comunicación con ambigüedades y dobles interpretaciones, pues ahí estará el hablante presente para aclararlas. La escritura, por el contrario, ofrece una serie de significantes, de marcas físicas que quedan y operan en ausencia del hablante, por lo que pueden ser muy ambiguas y sujetas a ajustes retóricos e interpretaciones (como en la literatura). La filosofía tradicional propone, en ese sentido, que el contacto directo con el logos y la razón permite el ubicarse más allá de las contingencias del lenguaje escrito, y no deja que éste se interponga en la búsqueda de la verdad.

Ya vimos cómo para Derrida, a la larga, el habla también implica un tipo de escritura, pues cuando interpretamos un signo oral tenemos que reconocer ciertas formas estables más allá de los cambios en ritmo, modalidad, intensidad que podría tener la voz. Esta forma, que como característica se le atribuye a la escritura, es un significante repetible. Como se señaló antes, tanto el habla como la escritura están reguladas por una archi-escritura. Pero apelando a la misma lógica del valor diferenciador en que ingresa el signo, Derrida reconoce que la presencia también está marcada por su opuesto, es decir, por la ausencia. Y se trata de que la ausencia misma es precisamente lo que previene al signo de la absoluta presencia. ¿Cómo un signo (el bien, por ejemplo) puede alcanzar pura presencia si el mismo sólo puede ser entendido por su opuesto (el mal)? Aquí Derrida presenta el verbo diferir, en sus dos acepciones (aplazar y diferenciarse de; différence, différance; en francés el primero, y un neologismo el segundo). Diferir, por una parte, es un concepto espacial que refiere a la estructura binaria en que siempre ingresa el signo (las oposiciones). Deferir o aplazar, por otra, es un concepto temporal (husserliano) que se refiere a que el signo, por estar en contigüidad con la negatividad y la diferencia, ingresa en una red de pos-posiciones y aplazamientos que no le permiten alcanzar una presencia (significado) fija y absoluta en algún momento. En el fondo, el pensamiento fonocéntrico y logocéntrico, fundamentado en el habla, y desplazador de la escritura (lo marginal y suplementario), ignora la différance e insiste en la auto-presencia del signo. Es como si el primero (conceptualmente hablando) ignorara que “es” en la medida en que existe un segundo, que este último le confiere identidad y temporalidad al primero.

Otro aspecto importante del deconstruccionismo derridariano es el entendimiento de lo que son la causalidad y el efecto. Nietzsche ya había argumentado contra el procedimiento que establece la prioridad lógica o temporal de la causa sobre el efecto. Si alguien siente dolor, por ejemplo, presupone que existe un motivo causal de esa sensación: digamos, un alfiler. Se toma por sentado que el alfiler es el causante del dolor. Es decir, el objeto del mundo exterior, el alfiler, que aparece como efecto del fenómeno perceptivo (el dolor) lo proponemos como elemento inicial del proceso (la causa). Pero ha sido inicialmente la experiencia del dolor la que ha llevado a descubrir el alfiler. Un supuesto efecto (el dolor) nos conduce, en ese sentido, a lo que reconocemos como una causa (el alfiler), cuando en realidad podría ser viceversa: el dolor es causa, el alfiler, efecto. Aquí el deconstruccionismo dispone cómo el distinguir entre causa y efecto lleva a un origen de logicidad, de prioridad temporal, mientras que el efecto aparece como secundario, suplementario y dependiente de la causa. En este modo deconstruccionista de entender, la escritura, que temporalmente viene después (aprendemos a hablar primero), podría aparecer como pre-condición (causa) del habla y su noción de presencia.

Estos señalamientos llevan a reconocer que no existe un objeto de reconocimiento estable, con una identidad ya predispuesta, e instalado en un sitial primigenio. Lo que prevalece antes que la identidad estable y primigenia resulta ser un sistema de diferenciación que constantemente desplaza una identidad en otra identidad, y así sucesivamente. Esta movilidad conduce a que se ingrese en un juego en el que sólo se puede aspirar a interpretaciones ilimitadas. Y, como se puede ver, muy distante se posa esta crítica a la noción del signo logocéntrico (sujeto) que considera su propia escritura (trazo) desproblematizadamente y que trata su discurso como un escenario fijo desde el cual se pueden presenciar los significados, el pensamiento, la verdad. Esta imposibilidad de ubicarse en la óptica de un sujeto trascendental que pueda localizar la significación primera lleva entonces al analista del deconstruccionismo a reconocer que nunca se alcanza, dentro del sistema de diferencias, un signo ya inicial o final donde ulteriormente puedan descansar las significaciones.

Tal lógica de nunca alcanzar un espacio no discursivo fuera del signo lleva a Derrida a suponer que no hay nada fuera del texto. Alcanza así una hermenéutica que será muy criticada por aquellos creyentes en la referencialidad de algún tipo, ya sea mítica o concretamente histórico-social. Este juego que impone el sistema de diferencias en el lenguaje, lleva también a los deconstruccionistas a evadir la posibilidad de alcanzar un sujeto cuya capacidad interpretativa pueda traer significaciones de otros sistemas que puedan imponer sus criterios propios al texto por analizar (se rechaza en ese sentido tanto el nihilismo, el objetivismo y el subjetivismo). Mas de aquí surge una paradoja, pues el propio deconstruccionista sin proponérselo habrá de asumir una posición fija y estable en el sistema de diferencias que analiza, porque ella o él tendrá que creer en la deconstrucción que ejerce mediante su texto.

Ciertamente, resulta imposible que el deconstruccionista ocupe un limbo privilegiado donde no se encuentre significación alguna, pues el texto que éste deconstruye se convierte en su objeto y referente (en la diferencia, en el otro). Sobre esto Derrida propone, no obstante, que el deconstruccionista no debe caer en dos supuestos ilusorios que se suelen presentar: creer en un progreso lineal de la historia, o en la nostalgia por un pasado perdido. La seguridad y estabilidad en una significación (como el mito de Rousseau) nunca ha existido. El deconstruccionista debe, en cambio, someterse al libre juego de su labor, aceptar el abismo, trazar una significación y a la vez tacharla, ironizar, con el sueño de alcanzar una presencia absoluta y unos fundamentos fijos. Este proceder permitirá superar el mito que desde la Ilustración muestra al sujeto humano como un ser con conciencia estable y capacidad de dominio ante sí mismo y sobre el mundo, esperanzado en alcanzar una presencia infinita y una verdad trascendente.

Mas conviene aclarar que Derrida ha repudiado las interpretaciones deconstruccionistas que se amparan en el idealismo lingüístico. Niega que su trabajo sea una declaración de que no hay nada más allá del lenguaje y de que somos prisioneros del lenguaje. Ha insistido en que su postura es la contraria: critica al logocentrismo y pide la búsqueda del “otro” del lenguaje. Si bien ha dicho que “no hay nada fuera del texto” (il n’y a pas d’ hors-texte, De la gramatología), también ha señalado que no hay pretexto que no sea ya un texto. No se trata de que Derrida esté interesado en el otro del lenguaje sino en el otro como lenguaje; el lenguaje no puede hacerse presente como totalidad cerrada en sí misma. No deja de reconocer, paradójicamente, que fuera del lenguaje hay una realidad cuya inestabilidad éste tiende constantemente a desplazar o a tachar. Es decir, que termina aceptando lo que inicialmente niega, y viceversa.
Por lo anteriormente dicho, son muchos los críticos de la postmodernidad (Jameson, Habermas, Eagleton) que reprochan a Derrida el haberse sumergido en un juego metafórico no tan difícil de reconocer como una conducta discursiva propia de la sociedad capitalista contemporánea del consumo (juego) ilimitado y de la producción desbordante y excesiva de la mercancía. Estos críticos reconocen que las teorías derridarianas se acercan al juego manipulador que ejercen los medios contemporáneos mediante las imágenes (subliminales y surrealistas) para controlar sin dirección sensata al sujeto que diariamente consume lo que la televisión y las revistas, por ejemplo, proponen. Critican el que el deconstruccionismo, mediante su juego contradictorio y sin compromiso, lleve a un espacio trágico y nihilista, en la medida en que se protesta contra un orden mientras a la vez se asegura no poderse alterar o transformar el mismo. Para muchos de estos críticos del deconstruccionismo, el juego de las posibilidades que ofrecen los significantes, o los sistemas, no implica que no se pueda asumir una actitud de compromiso ante uno de los polos en pugna, especialmente con aquellos que se relacionen con el deseo de alcanzar alguna justicia o dignidad de orden superior.


De la sociedad moderna a la postmoderna

Los rápidos procesos de modernización que se efectuaron en Francia con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial, y que culminaron en la crisis de 1968, impulsaron la irrupción de los discursos del estructuralismo y la crítica a la modernidad. Del año 1945 a la década del 60, Francia, como el resto de los países que se convertirían en el primer mundo capitalista, pasó de una economía agrícola e industrialmente eclipsada, a convertirse en una de las sociedades más dinámicas en desarrollo urbano e industrial. Significativa fue la acumulación de riquezas y la modernización del país, con los consecuentes procesos de lucha social y las contradicciones ideológicas que ello representa.

Al igual que en otros países del primer mundo, durante esos años se fue creando la sociedad de los nuevos espacios urbanos, con sus edificios metropolitanos y sus organizadas fincas rurales, emergieron los grandes hospitales, los centros comerciales, las oficinas de las burocracias y los centros de distribución de información computadorizada; surgieron los nuevos medios de comunicación tecnologizada, el consumismo y la cultura de masas. Estos nuevos procesos no fueron, sin embargo, exclusivos de Francia; muchos de ellos eran modelos importados de los Estados Unidos y respondían a procesos objetivos del nuevo capitalismo financiero, de la alta tecnología, y de naciones que se preparaban para su etapa post-industrial.

Pero pronto emergerían las profundas contradicciones y los conflictos en ese mundo de la nueva modernidad capitalista francesa. Ampliamente evidenciados quedarían estos conflictos y contradicciones mediante los turbulentos eventos del 68, cuando estudiantes y trabajadores se rebelaron contra el sistema establecido por la modernidad de esta nueva sociedad, y paralizaron el país, creando un ambiente revolucionario y de reclamos de cambio social a niveles amplios. El marxismo, la fenomenología, el existencialismo y las nuevas teorías del estructuralismo, se propusieron como respuestas críticas que podrían ser enfrentadas desde diversos ángulos ante lo que era la creación del sujeto y el discurso de valores dominantes de esa sociedad. Quizás el modelo más sorprendente, en cuanto a la creación de contra-discursos a tono con una crítica ante los nuevos poderes y saberes creados por esa sociedad, como vimos, es el de Roland Barthes. Ampliamente evidenciado dejó este analista los modos en que ese mundo moderno de la cultura de masas y de los medios masivos de comunicación configuraron toda una nueva serie de mitologías e ideologías para el dominio, en el fondo desarticulado e irracional, de la sociedad. Tanto Barthes como Michel Foucault se interesaron, más allá de la crítica marxista de Sartre y Henri Lefebvre, por descubrir y revelar los mecanismos, códigos y reglas subrepticias que organizaban el inconsciente y los discursos de los sujetos humanos en los espacios de la modernidad, y que regulaban los órdenes propuestos por los procesos de control de esa modernidad.

Fue para las décadas del 50 y el 60 que las ideas del estructuralismo tuvieron su más amplio desarrollo. Pero ya para la misma década del 60, sobre todo, luego de la revuelta del 68, se fueron creando las bases para un nuevo pensamiento que criticaría muchos de los postulados estructuralistas. Como se señaló, luego del asentamiento del ámbito capitalista que se había creado después de la Segunda Guerra Mundial y de las visibles contradicciones de esta nueva fase económica, reemergen en Francia los deseos de cambiar los modos de pensar y actuar, como bien lo señalan los eventos de mayo de 1968. Durante esta revuelta, por varias semanas se tuvo la impresión de que la revolución anti-colonialista había triunfado en una sociedad altamente industrial y desarrollada. Los estudiantes se apoderaron de las universidades, los obreros asediaron varias fábricas, el mismo De Gaulle desapareció del país por varios días. Mas en junio todo volvió a “la calma” y se prometieron nuevas elecciones y reformas. El capitalismo francés había pasado por su mayor prueba y a partir de esos acontecimientos, su vertiginosidad continuaría creando situaciones y contextos cada vez más complejos que vendrían a ofrecer nuevas experiencias al sujeto de la avanzada modernidad. En este contexto el estructuralismo tendría que transformarse si quería rendir cuentas de tales complejidades.

A partir de este nuevo giro que ofrece la ideología francesa, cobra pertinencia la crítica de Jacques Derrida y de muchos postestructuralistas. Ya vimos cómo, a partir de sus dos libros iniciales (Escritura y diferencia, De la gramatología, ambos de 1967) este filósofo critica lo que llama la “metafísica de la presencia”. Mediante esta crítica problematiza, ante todo, y más que ningún otro pensamiento, la posibilidad de que lo real-empírico pueda ser directamente aprehensible por el sujeto. Frente a la supuesta capacidad de la conciencia para tener acceso directo a lo real, los postestructuralistas distinguen la existencia de mediaciones discursivas que se interponen inevitablemente entre el sujeto y la realidad. Se propone de esa manera una nueva y radical epistemología que establece una definitiva ruptura con la concepción atomista del lenguaje. Aquí las palabras son capaces de significar por sí solas al hacer referencia a un objeto de la realidad, y al aparecer adheridas a ese referente, en tanto que la mente ya está capacitada para distinguir la relación.
Esta clásica teoría de la significación, que se encuentra en los empiristas y racionalistas del siglo XVII, fue inicialmente sacudida desde sus cimientos, como vimos, en Curso de lingüística general, al sostenerse que las palabras no significan por su referencia a un objeto real, sino por la relación que establecen entre un significante y otro significante en relaciones binarias dentro de un sistema dado. Mas aquí se le reconoce a Derrida el haber dado un paso frente a estas concepciones. Siguiendo el señalamiento nietzscheano, Derrida establece que cada concepto y categoría del pensamiento filosófico occidental –incluyendo los términos concepto y categoría– pueden ser trazados en retroceso para localizar en ellos alguna metáfora subliminal, alguna expresión figurada. Estas metáforas y expresiones ocultas poseen una raíz y significado primordiales que la filosofía ha olvidado o reprimido para así afiliarse al argumento binario y racional que separa el conocimiento de la creencia, la verdad de la falsedad, lo inteligible de lo sensible. Al ubicarse el pensamiento en un sitial de preferencia y privilegio se crea la noción de una verdad y de un otro, de lo presente versus lo ausente. Los estructuralistas, por su parte, no se habían mostrado tan conscientes de la diseminación tridimensional de las relaciones sígnicas, de la problemática profunda que implicaba la noción de diferencia, de la relación del logos con su desplazamiento o el otro. Los postestructuralistas, en cambio, logran ver con mayor sintonía y precisión la dialéctica del signo, por lo que alcanzan la articulación de una metateoría. Muchos de los deconstruccionistas, sin embargo, no podrán salir del círculo vicioso que podría imponer esta metateoría, como tampoco serán tan capaces de distinguir el acontecer que se da más allá del signo en el campo de lo histórico-social.

Mientras los deconstruccionistas insisten en su pantextualismo, en el campo de la teoría que toma en consideración significativa la referencialidad del signo, cobra importancia la articulación de varios pensadores post-marxistas. Seguidores cercanos de la ideología marxista, como Fredric Jameson y Terry Eagleton, criticarán el que los deconstruccionistas, al igual que los estructuralistas, mediante muchas de las nociones del signo antes señaladas, rechacen la historia y la posibilidad de alcanzar en algún momento un referente significativo. Critican la ausencia de problemática y conflicto en las nociones de temporalidad y causalidad (o la toma implícita de ello) de los derridarianos, y denuncian, además, la apoliticidad de su proyecto. No obstante, tanto los marxistas como otros pensadores en general, interesados en la referencialidad, sí reconocen que los pensadores de la postmodernidad (incluidos los deconstruccionistas) han llegado a plantearse de una manera más problemática la relación entre la conciencia, la realidad y el signo a través de la filosofía y el psicoanálisis, y han llevado esa relación a mayores límites. No niegan que disciplinas como la economía, la antropología, la física y la psicología, entre otras, construyen su objeto de conocimiento básicamente mediante el lenguaje. Aceptan el que antes que descansar en un referente científico, estas disciplinas emplean construcciones simbólicas sujetas a las leyes del lenguaje (inclusive las leyes del lenguaje poético). Tampoco niegan que hayan sido los postestructuralistas quienes han podido reconocer con mayor profundidad cómo se puede ver mediante el lenguaje lo que está constituido con ese lenguaje mismo. Y en este aspecto encontrarán la respuesta en el ámbito del metalenguaje, es decir, en un lenguaje que pueda rendir cuentas de los otros lenguajes y de las referencias a sus objetos de predicción. Bien entienden que una conciencia plena de la función del lenguaje lleva a un reconocimiento más agudo del sujeto que emite el discurso.

Mas en este aspecto ha de tenerse en cuenta que mientras el estructuralismo, el último alcance metodológico de la modernidad, privilegia el proceder sincrónico y estructural del signo, muchos seguidores del postestructuralismo, que no pretenden aislar el texto, destacan el deseo del sujeto dentro de los procesos diacrónicos e históricos (Foucault, Deleuze y Guattari). En este tipo de consideración, la subjetividad, el deseo y el cuerpo pasan a representar procesos humanos con significados pertinentes para el discurso y la conducta, y no se presentan como procesos simplemente biológicos o reduccionistas como piensan muchos pensadores de la modernidad.

En este nivel se está ya considerando el proceso mismo que lleva del estructuralismo al postestructuralismo. Se trata de un proceso de cambio de un estadio a otro, en que del signo se pasa al texto, del texto al discurso, y de éste al sujeto de la enunciación (al deseo y la corporeidad como articulaciones significativas). Pero el sujeto o hablante del discurso no es ya considerado desde el individuo concreto o abstracto que se podría reconocer a partir del contexto histórico social; es decir, no hay biografismo o sociologismo tradicional en esta comprensión del sujeto. Si algo han entendido ya los postestructuralistas es que tanto el sujeto como el objeto se ven atrapados en una proliferación y diseminación de textos y discursos con una retórica y lógica ocultas que cargan dentro de sí su propia negatividad y deconstrucción. Con esto presente se concibe ahora que las significaciones que entran en contradicción aparecen inmersas en la textualidad misma. De ahí que se señale que de la estructura del texto se deba inferir o extraer el sujeto que (des)organiza el sentido del texto mismo. Y ello resulta así cuando se considera que el deseo de afirmar y de valorar la realidad lleva a los textos a elaborar su otredad y negatividad dentro del signo o texto mismo en cuestión. Mas en este aspecto no se debe olvidar que si algo comenzaron a descubrir los estructuralistas fue la idea de que no hay una verdad última o primera, que la realidad no es algo que esté allí en algún lugar, y que se pueda aprehender directamente a través de la razón. La realidad se les presenta más bien cual construcciones del sujeto que aparecen atravesadas por los procesos, símbolos o signos de la cultura.

Con el escepticismo, y muchas veces el nihilismo que estas nociones comienzan a producir, los postestructuralistas ciertamente llegarán a considerar, entre muchas otras cosas, y en contra de los más esenciales principios de la modernidad, que la libertad y la verdad no se alcanzan meramente a través del auto-reconocimiento y la reflexión (contra el señalamiento hegeliano). Reconocerán que incluso en la búsqueda de la reflexión misma el sujeto se enfrenta a una construcción condenada por la negatividad y la tautología. Esto se les presenta así, pues entienden que el análisis último que se podría realizar ante un discurso no se puede efectuar porque el objeto en cuestión es el sujeto mismo constituido en el lenguaje, en el discurso bajo investigación (ya Barthes lo había visto así). Mas algunos postestructuralistas se ocupan de salir del cerco nihilista y narcisista que les podría imponer el subjetivismo del discurso y la textualidad. Tratan de escapar del limbo que les imponen las sincronías de la significación, recuperando el concepto del sujeto humano y la historia. Mas allá de los pensadores nihilistas y negativos, pensadores como Foucault reconocen la sub-consciencia invisible y subliminal y el poder del símbolo o los significantes que resaltan Lacan y Althusser, se fijan en el deseo y la fuerza del cuerpo que señalan Deleuze, Guattari y Baudrillard, y rescatan la acción intercomunicativa que propone Habermas. Se supera de esa manera la estructura aislada e inmanentista que suele condenar al estructuralismo, y de la cual no se han librado algunos de los postmodernos mismos al no poder salir del pantextualismo.

Son muchos los pensadores de la postmodernidad que se han visto precisados a seguir las ideas postestructuralistas al ocuparse de aspectos psicoanalíticos y sociológicos que agencian al sujeto y el lenguaje contemporáneos. Se trata de críticos que se colocan más allá de la propuesta del paradigma simple de la modernidad, que tuvo su punto de partida más organizado en la Ilustración, y obtuvo su mayor despliegue durante el siglo XIX, con la revolución industrial que ha culminado en la era de la cibernética y la informática, en los espacios simulados de Disneylandia, y en los amplios centros de consumo transnacional. Muchos de estos teóricos de lo social sostienen que la modernidad ingresó a la historia prometiendo a la humanidad la liberación de la ignorancia y la irracionalidad. Pero ante esto destacan el que muchos de los resultados alcanzados por la modernidad en el siglo XX han surtido efectos muy adversos y contrarios a lo esperado: el genocidio del nazismo, la explotación de la naturaleza, el exterminio de los cuerpos humanos y las culturas en los países del tercer mundo, la pobreza, el cinismo y la guerra fría en los países más desarrollados, la cada vez peor distribución de riquezas, los desastres ecológicos, la invasión química dirigida hacia el cuerpo humano, la falsa información propagandística de los medios masivos.

Como resultado de este tétrico panorama que termina ofreciendo el mundo industrial, muchos postmodernos habrán de criticar todo lo que la modernidad pudo haber creado: la civilización occidental, el urbanismo, la tecnología avanzada, la ingeniería tanto industrial como genética, la idea de nación y transnación, el imperialismo capitalista, la familia burguesa. Para algunos postmodernos de visión psico-social específicamente, la modernidad no es ya una fuerza liberadora sino opresiva y represiva. Son firmemente escépticos ante las visiones del mundo totalizantes y englobantes, de la modernidad (marxismo, cristiandad, democracia liberal, humanismo secular). Las rechazan por su logocentrismo y falocratismo, por ser míticas y por representar narrativas totalitarias que ocultan la contradicción y la opresión, y por su incapacidad para proveer contestaciones válidas a la humanidad.

Pero pese a esta disidencia, muchos críticos psico-sociales de la postmodernidad reconocen, no obstante, la imposibilidad de formular proyectos y discursos alternativos y maestros que puedan ofrecer prescripciones significativas, y que lleven a actuar efectivamente sobre la problemática humana en el mundo actual de los clones y la informática (post)imperialista. Lo que sí desean sin lugar a dudas es rechazar la certeza que caracterizó tanto a la derecha como a la izquierda de la modernidad (Descartes, Lenin), y exigen que se aprenda a vivir sin explicaciones y respuestas que en el fondo les parecen ilusas, y que se acepte la certidumbre de la incertidumbre, así como el nuevo deconstruccionismo filosófico.

Importan también los críticos postmodernos de mayor conciencia social, para quienes las concepciones de muchos de sus propios coetáneos no dejan de tener amplias faltas. Estos críticos sociales consideran que las concepciones postmodernas que no se interesan por la ideología y la historia podrían ser a la larga resultado del lujo de una nueva generación para la cual la escasez y la lucha por la sobrevivencia ya no representa un problema, para una generación ocupada en la libertad individual antes que preocupada por la solidaridad, cegada por el beneficio personal antes que ser consciente de la necesidad colectiva. Ante tales situaciones se preguntan: ¿Podría significar esto que la postmodernidad ha emergido sólo en momentos en que las personas se han acostumbrado a los beneficios y lujos de la modernidad y cuando los resultados de ésta son dados por sentado, como algo natural? (Ya para los años 30, José Ortega y Gasset se había preguntado algo de estas cuestiones en La rebelión de las masas.)

En lo que sí coincidirán la mayoría de los críticos postmodernos de la cultura es en que el capitalismo contemporáneo se expresa como una fuerza englobante (un significante de violencia) que, como nunca antes, ha alcanzado un alto grado de homogeneidad (significante de poder) al apropiarse de los procesos profundos de significación que constituyen a la cultura y la subjetividad mismas, al manipular y controlar los signos, las imágenes y los simulacros de la realidad de una manera más contradictoria y cínica a como lo había hecho la modernidad. Consideran que del abierto foro político se ha pasado a la secretividad del mensaje televisivo, para presentar un simulacro de lo que podría ser la realidad más pertinente. Por esta razón insisten en una nueva necesidad: la de reconocer la explotación y enajenación que el lenguaje del post-capitalismo ejerce sobre sujetos inmersos en un mundo cada vez más arbitrario (simulado) y alejado de lo natural.

No obstante, las ataduras a ciertos principios materialistas llevan a los principales teóricos de la postmodernidad (Lyotard, Baudrillard) a estar de acuerdo con los marxistas, incluso ortodoxos, en que la ciencia moderna es una ideología heredera de los sistemas totalitarios de la Ilustración. Al igual que los estructuralistas, muchos de estos teóricos también sospechan del humanismo, del sujeto cartesiano y del concepto de autoría. Son escépticos en cuanto a la posibilidad de encontrar una verdad, una razón y una moral universal, y en la convicción de que los términos opuestos, como lo bueno y lo malo, son inapropiados y equívocamente jerarquizados o privilegiados por algún sujeto o por algún orden autoritario. Consideran que lo más cercano a la verdad y al entendimiento surge por medio de lo subjetivo, la contradicción y la alteridad. Aceptan sin temor el pesimismo nihilista que marca la incertidumbre ante el entendimiento de la condición humana y que sostiene que el conocimiento es inevitablemente prisionero de la paradoja. Sostienen que los significados que se puedan buscar en lo histórico-social pueden resultar sólo en construcciones humanas, arbitrarias y no necesariamente objetivas. Se distancian de la oficialidad y se identifican abiertamente con el populismo, el anti-intelectualismo, el terrorismo, y tienden a idealizar a los seres más marginados por su subrepticia y subliminal resistencia a los poderes simbólicos y oficiales de la modernidad (Deleuze, Guattari). Si algo dejan bien establecido es que la razón occidental ha suprimido la diferencia y la otredad para construirse alrededor de sí misma una falsa aureola de unidad y mismedad (Kristeva, Cixous). Advierten que la razón occidental, en su rechazo a la diferencia y al otro, sólo ha incrementado el deseo patológico y destructivo por lo mismo que niega.

Sobresale también el lado de preocupación metafísica y pesimista de muchos pensadores de la postmodernidad, inspirados por las ideas de los filósofos europeos continentales como Heidegger y Nietzsche. Estos postmodernos refieren a la inminencia de la muerte, a la eliminación del sujeto, al final del autor, a la imposibilidad de alcanzar la verdad y a la anulación del orden de las representaciones y el mimetismo. Consideran que las nefastas consecuencias de la modernidad no permiten que ningún proyecto de reivindicación político-social en este momento histórico obtenga seria atención. Lo que vislumbran en el horizonte de posibilidades humanas es la sobre-población, el genocidio, la destrucción nuclear y química, la entropía y el fin del mundo. La felicidad y el placer se les presentan sólo como instantes que marcan la lenta espera por la catástrofe y el fin de la historia. Y en la ausencia de un paradigma válido y significativo que le dé sentido a la existencia, lo que queda a su entender es la ironía, los simulacros, el juego y la parodia de las palabras y de los significados (Baudrillard, Guattari).

No obstante, hay algunos postmodernos que, sin estar en desacuerdo con la postura crítica de éstos que se acaban de señalar, albergan siempre una visión de esperanza y optimismo ante la era post-industrial. Estos postmodernos se encuentran más en los Estados Unidos. Creen en procesos democrático-liberales y están abiertos a la acción política “correcta”, son afirmativos ante la lucha y la resistencia e insisten en crear proyectos no dogmáticos en nuevas religiones y nuevos estilos de vida (Rorty).

Mientras que muchos estudiosos de las ciencias sociales insisten en descubrir y revelar los fundamentos y las leyes conceptuales que podrían referir al fenómeno de la realidad psico-social, muchos seguidores de la postmodernidad estipulan que no hay medio adecuado para representar esa realidad y que esa representación, si se alcanzara, no pasaría de ser ficticia. A Baudrillard, por ejemplo, los simulacros e imágenes que se crean en el mundo llamado Disneylandia, le parecen más verídicos que la realidad social norteamericana misma. Y ello porque ese parque de diversiones y felicidad es consciente de ser ficticio, mientras que el mundo social pretende presentarse como lo que no es. Para los postmodernos más escépticos, los signos de la cultura capitalista contemporánea no son representativos de realidad válida alguna, son más bien productores y fabricadores de realidades, pero de manera irresponsable y enajenada. Por razones éticas se oponen a los signos y símbolos que tanto valora la sociedad capitalista contemporánea a través de los medios masivos de comunicación.

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*Fragmento del libro Semiótica, psicoanálisis y postmodernidad, Luis Felipe Díaz,  Editorial Plaza Mayor, San Juan 1999.

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